Vencida por el tiempo y las galernas
invernales, se dejaba llevar por el suave balanceo de las olas. La Chapona,
desvencijada por el abandono, marcaba como barco baliza la zona donde, cada
año, los pescadores calaban la almadrabeta pequeña.
_Vamos a bañarnos al muelle,¿ vale?
Preguntó uno de los chiquillos que formaba la basta pandilla de diez o quince
amigos de verano.
_¡Vale! Cogemos las bicis y hacemos una
carrera hasta la Chapona. El último convida a polos!!
_¡Sí, me apunto!
Como resortes recién engrasados saltaron
sobre sus bicicletas. En chanclas y con las toallas al cuello, se lanzaron a la
carretera ocupando los dos carriles. Llegaron a la iglesia de la Azohía y a la
sombra del campanario, las aparcaron sin orden ni control. Todos corrieron al
agua, que, estrepitosamente, rompió en mil chapoteos desacompasados,
transmitiéndose de gota a gota, en una honda sonora continua y profunda, hasta
los abismos inexplorados frente a Cabo Tiñoso, donde una sombra se despierta,
se retuerce en lo oscuro y se dirige entre sedimentos que se esparcen,
enturbiando aún más su descanso. Da vueltas y se sacude nerviosa. La sombra.
“Voy ha llegar la primera”. Pensó Ana
nadando a toda prisa.
_¡Te pillo! -Gritó Pedro a la vez
que la sujetaba por un tobillo y la atraía hacia él. Aprovechó el apoyo y se
impulsó con fuerza hasta la corroída rueda de camión que colgaba por la borda
de la Chapona. Tomó aire y se alzó victorioso ajeno a una mano furtiva que le
cogía la pata del bañador.
-¡Aaah! -Chilló soltándose del neumático
para arroparse en el agua y evitar la generosa visión de sus partes nobles. Más
risas y bromas de los que esperaban su turno. Poco a poco se fueron calmando
los ánimos. Cuando estuvieron todos a bordo, comentaron la manera de traer, la
próxima vez, una nevera con refrescos.
Tumbados al sol pasaba el tiempo que
cada minuto era uno menos, pero ellos no
lo sabían.
La ascensión de la sombra a la
superficie era lenta y el sonido que la había despertado, se definía mejor
conforme se acercaba al espejo de arriba. El hambre le devoraba las entrañas.
La obligaba como un imán a dirigirse a tierra. Tanto descanso en lo oscuro le
había agudizado los sentidos. Apenas se impulsaba con las aletas. Cortaba el
agua como un cuchillo la mantequilla, suavemente, sin perder el rastro.
Hasta ese momento, se había estado
alimentando de calamares, pero no era suficiente; su vientre albergaba algunas
crías completamente formadas que se comían entre ellas y le pedían más. El
abismo quedaba atrás y de la oscuridad pasó a un amanecer de vida y colores.
Anémonas, gorgonias. Grandes peces como bólidos escapando de la sombra, que,
parsimoniosa, zigzagueaba rumbo a tierra.
A bordo de la Chapona continuaba el
bullicio. Los chicos se lanzaban al agua desde la proa. Carreras, risas, bromas
y, claro, las horas pasaban y el sol, picante como una guindilla en lo más
alto, anunció el final del baño. Era el momento de volver. Nadaron
tranquilamente y decidieron regresar esa misma noche. Prepararían bocadillos y
bebidas en una nevera portátil. Una fiesta nocturna en la Chapona, ¡bien!.
Los ruidos que la habían despertado eran
más flojos, como si se los hubieran llevado más allá de la bahía. Desde su
posición, la playa del cuartel en la Azohia se veía distante, con pequeños
bultos que pululaban de aquí para allá. Alguna embarcación fondeada, ajena a la
sombra que, silenciosa, investigaba las quillas sumergidas y bañistas que no
eran conscientes del escualo que se acercaba. Recorría la almadraba, incapaz de
morder ninguno de los peces que, atrapados en el copo y presas del pánico, se
debatían por su vida al borde del infarto. Por más que lo intentó, la fuerte
red le impedía saciar su apetito que cada vez era mayor. El instinto depredador
le embriagaba en tal medida que en dos coletazos por el fondo, atraído por la
algarabía de las gaviotas excitadas, acechó a las aves y en un empellón saltó fuera
del agua arrastrando en su boca a una de aquellas pardelas, que sin esperanza
se debatía entre los afiliados dientes que la acuchillaban.
Los restos de las sardinas caían
ingrávidas al fondo. Las gaviotas se daban un festín sangriento que estimulaba
más su hambre. Un pájaro no era suficiente y se marchó.
Ana se sentó frente a su padre. El
mediodía, con un gazpacho fresquito entre las manos, era el mejor momento para
contar las cosas importantes. Comentó el baño en la Chapona y su intención de
volver esa misma noche.
_¡De eso nada!- Dijo su madre mientras
le clavaba los ojos en sus pupilas. Ana quiso mantener la mirada, pero el poder
inquisitorio que emanaba de su progenitora la enmudeció. Sin argumentos.
Simplemente ¡ no! Se levantó de la mesa olvidando el gazpacho fresquito. Entró
en su habitación y pensó. “ Es mi vida,
nunca puedo hacer nada de lo que me gusta... Me voy, no se van a dar cuenta,
ellos se acuestan a las doce. Me viene bien.
Se tumbó en la cama. Puso música
bajita en el cassette. Agarró la almohada y se dejó llevar por el sopor
del mediodía.
La calidez del mar cerca de la costa la
abrumaba. No era su hábitat. Las profundidades de las que provenía, estaban
frías, oscuras y turbias. Los ruidos de motores y chapoteos la desconcertaban.
La sombra deambulaba esperando su oportunidad.
Esa tarde, si alguien hubiera subido al
mirador de la torre santa Elena, habría podido observar una inmensa presencia
que, atenta, guardaba la costa.
La noche era cerrada. La luna con una
carcajada en la boca. La brisa en la cara. Ana, al borde del muelle, mirando al
horizonte negro. Allí, a lo lejos, estaba anclada la Chapona. Hasta ese pequeño
puntito tenía que llegar nadando. Ya lo había hecho otras veces, pero siempre
con el sol de testigo. No lo pensó más y saltó de cabeza al agua. Las
fluorescentes burbujas que la envolvían, acariciaban su cuerpo adolescente.
Nadó despacio mientras los cables de los mástiles tintineaban su nombre al
viento. Un pequeño remordimiento la hizo mirar atrás, hacia las luces que poco
a poco se empequeñecían y el muelle, vacío de gente. Con una sonrisa se
despidió y continuó nadando. Sus brazadas eran suaves, tranquilas. Estaba
disfrutando del mar, se sentía parte de él.
El fósforo dejaba a su paso una estela
brillante, ella la veía desintegrarse en lo negro cuando abajo de sus pies, una
momentánea corriente de agua la hizo parar. Observó a su alrededor. Giro sobre
sí misma buscando algo que increíblemente rápido, volvía a pasarle cerca, muy
cerca. Miró a tierra con la esperanza de que alguien la sacara de allí. Fue
consciente de la tontería que había hecho desobedeciendo a sus padres. La
Chapona se le antojaba más lejana que otras veces; pero lo que fuera que la
rondaba seguía ahí. Ana abrió los ojos como platos al ver perfilada en las
luces de la playa, una aleta dorsal que cortaba el agua en silencio, hacia
ella. De su boca escapó un leve suspiro que la apresuraba a salir de allí. Nadó
con todas sus fuerzas, aterrorizada por sus mismos chapoteos. Los nervios
descontrolados mandaban a su cerebro mensajes incongruentes: “¡corre más! ¡Algo
me toca! ¡ Corre como alma que lleva el diablo!! ¡Te va a morder!! Una chalupa
fondeada, la libró de las fauces del escualo que se sumergió. Ana no era
consciente del salto que dio para dejarse caer en las cuadernas de popa. La
barca se meció violentamente; pero ella, agazapada, se quedó quieta, casi
ausente, a la espera de otro empellón que no llegó. Respiró profundamente y
lloró como nunca, con rabia. La noche se había vuelto en su contra y sus
lágrimas saladas eran el mismo mar. Miró por la borda hacia el horizonte y vio
a sus amigos que cargados con neveras y el radio cassette, desembarcaban en la Chapona.
Ana se levantó y gritó. Sus brazos se movían como aspas en lo alto. Pidió
socorro, pero no la oyeron. La fiesta había comenzado y hasta ella llegaban las
risas, las bromas... Una sacudida en la proa la devolvió a su cruda realidad.
Se sujetó a la borda como pudo y cayó de bruces con un golpe seco. La sombra la
tanteaba. La ponía a prueba. Acurrucada en las viejas maderas conoció la
amargura de saberse sola. Tenía que serenarse. Quería volver a su casa a
terminarse el gazpacho fresquito. No había probado otro mejor. Una sonrisa
furtiva se escapó de sus labios. Aún había esperanza, estaba viva.
Había comido algún calamar y una
gaviota. No era suficiente para saciar los envites de su preñez. Pronto iba a
parir y necesitaba alimento. Tenía que evitar que sus crías se devorasen entre
ellas. Tenía que comer y por fin, una presa grande, posiblemente una foca
extraviada. Había que ser paciente, aunque un ruido estridente venía de otra
embarcación fondeada más lejos. Su instinto depredador la empujó a investigar.
Primero una lenta y segura aproximación por el fondo, luego por la superficie.
Rozó la barriga de la Chapona. El pesado barco no se movió. El ruido la
mantenía alerta. La música en el agua se convertía en pulsaciones acompasadas
que desconcertaban al escualo. Un tamborileo más flojo al otro lado llamó su
atención. Era Ana dispuesta a plantarle cara. Le llamaba, quería calcular el
tiempo que tardaba en llegar a ella. Había visto el brillo de su aleta dorsal
rondando la Chapona y contaba con sus dedos los segundos que tardaría en
embestirla. Un empujón seco y el vaivén del pequeño bote en treinta segundos.
Podría intentarlo. Observó como se alejaba la aleta dirección a la Chapona y
cuando sintió que era la oportunidad no la desperdició, se lanzó de cabeza al
agua y fijó sus pupilas en la chalupa más cercana. Ana no pudo ver cómo el
escualo al notar la zambullida, sumergía su aleta. Era un torpedo con vida
propia que iba hacia su presa, ella. Un último esfuerzo y un grito rabioso la
alzaron a la borda del pequeño bote. Sintió los dientes del escualo en su
tobillo, de refilón. Como si tal cosa. Un salto del animal y su pie como cebo
en el anzuelo, a punto estuvieron de cortárselo. No le dolía. Tumbada boca
arriba respiraba acelerada, miraba las estrellas y rogaba al cielo que su
extremidad estuviera entera. Se palpó la pierna y contó sus dedos. No estaba
herida. Respiró profundamente intentando llenar sus pulmones que no daban a
basto. No había contado los segundos que había tardado en llegar. Tenía que
saber dónde estaba la sombra. Golpeó las cuadernas mojadas y oteo el horizonte
en busca de la aleta dorsal. La vio a lo lejos. Rondando la Chapona. Ahora
tenía más tiempo a su favor.
Ana supo lo pequeña que era. Un punto en
la inmensidad. Nada importante. Comprendió que su destino dependía únicamente
de ella. Que estaba sola ante un final inmediato.¿Qué era una fiesta al lado de
toda una vida? Nada; ¡nada! Era la palabra mágica. Nadar lo más
rápido posible mientras pudiera. Se incorporó con seguridad y buscó en el mar.
Vio una estela brillante lo suficientemente distante como para intentarlo otra
vez. El bote más cercano la miraba desafiante. Los cables de los mástiles
lanzaban al aire canciones metálicas; tristes augurios de un trágico final. Eso
dirían los periódicos que su padre leía cada mañana. Calculó el tiempo y volvió
a lanzarse al agua. Nadó como nunca sin mirar atrás. No vio la aleta dorsal
sumergiéndose a su espalda. La barca estaba más allá. Una broma pesada. Por eso
se reía la luna. tragó agua cuando una fuerza descomunal tiró de ella hacia el
fondo. Se debatió intentando liberarse. El agua se tiñó de rojo. Ana luchó como
un titán por su vida que se esfumaba.
Los bruscos zarandeos la obligaron a abrir los
ojos. Entonces vio a su madre que la sostenía de un pie y la increpaba para que
despertara de la pedazo siesta que se había echado. Ana desorientada, palpaba
incrédula sus piernas en busca de pistas. Respiró profundamente, alegrándose de
que todo hubiera sido un sueño. Repuesta de la pesadilla, decidió seguir
adelante con su plan. Todos sabemos que lo que se sueña no pasa y ella no iba a
ser la que diera un paso atrás. Cogió la toalla y su bicicleta y se marchó al
muelle. Dejó la bici junto a las otras y caminó hacia la playa, donde sus
amigos observaban con admiración el cadáver de un gran escualo, que yacía en la
orilla. Lo miró largo rato, lo tocó, insegura, prudente…, por si aquella boca
llena de dientes volvía a la vida y una voz sonó por encima de sus
pensamientos, jaleando a los chicos para echarse al agua. Ana dijo:
-Yo no voy, mi madre no me deja- y
dándose la vuelta, montó en su bicicleta y se fue a la playa del cuartel, a
decirle a su madre lo rico que estaba su gazpacho y esa tarde, se dio cuenta de
la importancia de escuchar a sus mayores y pensó que los sueños, sueños son.
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