EL CAMINO DEL CAÑO DE SORIANA -relato-, por Marco A. Santos Brandys
En estos tiempos de crisis y restricciones,
estamos pasando unos días difíciles. Recordamos cuando a veces, los dioses
bajaban a la Tierra, para enseñar a los mortales. Pero hay gente que no ha
tenido la suerte de vivir esa época gloriosa y ahora, otros podemos vivir su
recuerdo.
Me gusta la caza menor “a mano”, desde que mi
padre me regaló una "paralela", pero nunca me gustó arrebatar a los
reyes del monte, su natural corona, en las monterías.
En la aislada finca donde pasábamos las
vacaciones, me levantaba prudencialmente temprano, cuando el sol ya había
subido algo y se oían claramente, los sonidos del monte. Pero por muy pronto
que lo hiciese, siempre alguien se me adelantaba y escuchaba desde mi
habitación, su deambular por la casa haciendo los quehaceres. No me era difícil
reconocer quien producía esos lejanos sonidos.
Me acicalaba como los gatos, no para presumir,
sino que la urgencia en salir pronto al monte, me obligaban a hacerlo así.
Desayunaba frugalmente un café con leche y tostada, -migas con higos chumbos,
uvas, chocolate ó una tortilla, sólo cuando tocaba-. Tomaba mi
"paralela" que me esperaba apoyada en las patas disecadas de un
muflón, mientras mi compañera, la perrita "Tasca" color canela, cruce
de podenco y fox-terrier, se movía nerviosa, esperándome para comenzar la
caminata.
Las opciones del camino, eran variadas y tomaba
una u otra según mi querencia. Pero esa mañana escogí el camino del Oeste,
llegando después de una media hora al camino del "Caño de Soriana",
lugar en donde los bosques de pinos, estaban llenos de arrendajos, merlas,
torcaces, oropéndolas, tórtolas, totovías y rabiblancas, acompañándome mucho
tiempo. Quizás un bando de perdices, un conejo o alguna liebre, se atravesaban
en mi camino, si tenía suerte, siendo unas de mis piezas favoritas.
El camino comenzaba casi siempre, con
"Tasca" adelantándose un corto rato, pero una vez alejados de la
casa, se me adelantaba justo lo necesario para hacer las "muestras".
Su pelo duro, la hacía poder aventurarse entre los matorrales, buscando piezas
andantes y volantes. Su naturaleza, le hizo aprender el oficio rápidamente.
Bajábamos deprisa desde casa por el camino de la
olmeda, bordeando el sediento huerto de naranjos, regado de tarde en tarde con el
agua almacenada en la balsa, abastecida por la de la "toma del agua "
y por la imprevisible rambla. Llegábamos pronto a las verdes zarzas con oscuras
moras que nacían cerca del pedregoso cauce, dando buena cuenta de ellas.
"Tasca" se metía entre las pinchosas matas sin problema, buscando
alados y terrestres. Pronto, aparecían las negras "merlas" con su
chillón cacareo; yo, aprovechaba para "soltarles viento", según frase
característica del "Tío Juan" y unos estruendos, rompían el silencio,
produciendo un sacrilegio momentáneo a tan tranquilo lugar que al poco rato,
desaparecía.
Surgían a lo largo del camino, vuelos de
distintas aves y si había suerte, algún bando de perdices, conejos y sus
primas, las liebres. No disparaba a tórtolas, desde que supe la fidelidad que
mantienen a su pareja durante toda la vida, igual que algunos córvidos.
Llegaba pronto a una frondosa higuera con
excelentes higos, a orillas del pedregoso cauce y preparaba un corto
"aguardo", ya que las "merlas" iban a comerlos, igual que a
las uvas de un parral cercano. Aguardando las merlas a corta distancia, tenía
dificultad de mantener quieta a la perrita, pero llegaba a conseguirlo. Las
merlas no paraban de pasar a comer los higos, cacareando. Esperando al momento,
me hacía con algunas de ellas después de algún estruendo, pero al poco, volvían
los negros alados que después mi madre cocinaba, resultando riquísimas. Después
de varias piezas abatidas, si no llevaba “percha”, con una brizna de esparto,
les atravesaba las fosas nasales del pico y las colgaba del cinto, manchando
con sangre el pantalón, donde cual medallas, vivían varios días, hasta que lo
lavaban.
Caminando un tramo por el cauce de la rambla,
arremetía por la ladera del monte, la subida del "Camino del Caño de
Soriana". Era llamado así porque al final, había una casa donde el dueño
llevaba ese nombre. La casa estaba sin habitar permanentemente, aunque en su
interior, algunos muebles denotaban su no lejana utilización.
Por el borde del camino que discurría a lo largo
de la falda de la Sierra de Tercia, discurría un caño de agua que alegraba la
vista. Las gotas desbordantes refrescaban el ambiente, suministrando
subsistencia a la fauna y flora del entorno y al final, el agua se acumulaba en
una balsa de riego cercana a la casa. A mí, me gustaba ver correr ese líquido
dando al lugar una especial penumbra entre pinos... Algunos charcos de agua
creaban lugares donde pululaban libélulas, mariposas, lagartijas y otros
pequeños habitantes del lugar, disfrutando de las saltarinas gotas. Después de
contemplar el pequeño “arco Iris” producido por el agua y la luz del sol,
rellenaba mi cantimplora y "Tasca", se la llevaba puesta, continuando
nuestro camino.
La mañana se me hacía corta caminando, sintiendo
cerca a los moradores del monte, gozando del tiempo y de las vistas, escuchando
el viento, el tineo de las patirrojas, el graznido de los cuervos y el
"tu-tú" de las dulces tórtolas. Mi interés no radicaba tanto en
llevar piezas en la "percha", sino en disfrutar de un entorno único.
Cruzando de nuevo la rambla por un lugar algo
complicado -que nos lo tomábamos mi acompañante y yo como un pequeño reto-,
llegábamos a la casa del "Antigüarejo”, antes habitada permanentemente,
pero que ahora sólo iban sus propietarios algunos días festivos. Tomábamos de
nuevo fuerzas con unas uvas de la parra del porche y comía almendras,
partiéndolas con una piedra encima del capitel de una columna tardorromana, en
el "poyo" de la casa.
Haciendo camino a la fuente de igual nombre, en
pocos minutos, encontrábamos otra balsa de agua de riego, de un venero con
permanente caño y volvíamos a saciar la sed. Allí había un pequeño lavadero de
piedra natural, cubierto por un cañizo que amortiguaba los rayos del sol.
Después de una ligera parada, emprendíamos el camino de vuelta a casa. Al poco
rato, llegábamos a "La Cañada", lugar de cómodo paseo, bancales con
oliveras a donde íbamos de excursión. Era un sitio frecuentado por bandas de
patirrojas, totovías, muflones, cabras, siendo revolcadero de jabalíes,
preparándome a encontrarlos.
Al regresar a la casa cargado con algunas piezas
y deseando llegar, "Tasca" aceleraba el paso y llegaba un poco antes,
avisando a los moradores. El último y cómodo tramo del camino se agradecía,
después de estar tiempo caminando y esperar el vuelo de las patirrojas que
estaban casi siempre por el mismo lugar de la “piedra lisa” y llegando por la
parte posterior, para el oportuno aperitivo,
"Farsalia", nuestra “pastor alemán”,
que se había quedado en casa, salía a nuestro encuentro y recibía las novedades
de su compañera, corriendo por la feliz llegada y oliendo las piezas abatidas.
Descansando en una tumbona bajo la sombrilla, me
tomaba una limonada con algo de “pasto seco” y antes de almorzar, comentaba los
incidentes de la mañana.
Hasta que pasó un hecho que para nadie pasó
inadvertido. En los últimos años, alguien para evitar las pérdidas de agua en
el "Caño de Soriana", entubó el cauce y el agua que antes discurría
libre por el caño y era aprovechada por los moradores del bosque, desapareció
produciendo la confusión, el caos y el desastre, e introduciendo una
"muerte anunciada" a la zona.
Al poco tiempo, ya no corría el agua libremente
saltando por el cauce; sino entubada. El frescor formado alrededor,
desapareció; la fauna y flora se fueron y el clima especial se desvaneció como
el humo. Ya no volaban a lo largo del camino, los arrendajos, las totovías, las
oropéndolas, las rabiblancas, torcaces, tórtolas y otros amigos que se cruzaban
antes en mi camino. Solamente se escuchaba, algún bando de perdices, como
despidiéndose. Y ya no pude volver a rellenar más mi cantimplora de la
riquísima agua, ni "Tasca" saciar su sed, llevándosela puesta.
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