domingo, 20 de noviembre de 2022

ECO.69 Bandera de sangre en Cartagena

BANDERA DE SANGRE EN CARTAGENA, por José Luis Mozo

Escribir en una publicación donde lo hace Paco Acosta y hablar del cantón cartagenero es un pecado de insolencia. Pero siempre he sentido la tentación de sacar a la luz hechos de la primera república cuando todos los días tenemos que recordar la segunda a través de una memoria histórica falsa y tendenciosa, que se suma a los numerosos problemas inventados para tapar las necesidades reales de hoy.

Cierto que no hay comparación entre la génesis y el desarrollo de ambas. La segunda nació con harto escepticismo y no pocos enemigos dentro, en tanto que la primera lo hizo en medio de un clamor de unanimidad y esperanza. Para colmo, los monárquicos asumieron que lo mejor que podían hacer era traicionar a la monarquía (eso, en política, hay muchos que lo practican; hoy creo que los llaman tránsfugas) y pasar a bandos republicanos. Así se llegó a una república ¡sólo con republicanos! ¡El paraíso! De ahora en adelante, paz, armonía y fraternité.

Sólo cuatro meses y dos gobiernos después, Figueres, primer presidente que nunca sería conocido por su buena gestión, lo fue por una frase: “Estic fins els collons de tots nosaltres!”. Dicho esto, abandonó el Congreso y reapareció al día siguiente en París.

El Edén republicano que llegó fue una banda heterogénea de federalistas, unionistas, cantonalistas, monárquicos reciclados, moderados y radicales impregnados del estilo de la revolución francesa: insurrección y guillotina, mucha guillotina. Quizá por esto la primera república francesa no pasó de los diez años. Sus asambleas y comunas cayeron bajo Napoleón, que se hizo cónsul ejecutivo único y lo que siguió. ¿Habéis decapitado al rey? Pues ahora emperador. ¿No os gustaba el caldo? Pues el puchero entero.

Con Pi i Margall llegó el federalismo innegociable. Por si fuera poco, de los dos modelos posibles, el histórico y el suizo, se eligió el suizo. De Schwyz a Ginebra, de 1291 a 1815. Modernidad y progreso. Cantones de generación espontánea y uniones posteriores ilusionadas. Pi i Margall, barcelonés de pura cepa, no había nacido para psicólogo. Claro que el modelo histórico nos llevaba a los reinos medievales. Más o menos, lo actual. Más progreso.

Consolidar una república democrática sin clase media social es prácticamente imposible. Los intentos separatistas aparecieron como una eclosión. Se manifestó el cantón independiente de Andalucía, por supuesto bajo la férula de Sevilla, cuando ya Córdoba había intentado proclamar el suyo. Para que quedase claro lo de la independencia, había sido saboteada en Despeñaperros la línea férrea que unía con Madrid. Sevilla había armado su milicia y la envió a Jerez en su defensa contra su guarnición. En el camino, la paró a tiros la junta revolucionaria de Utrera, reclamando su propia independencia. ¿200 muertos? En dos semanas desde el manifiesto, el general Pavía ya había llegado a Sevilla y tomado el ayuntamiento en una cruenta batalla que le costó 300 hombres. Entre los defensores cayeron probablemente más, durante el asalto y después de éste.

Sevilla viene a cuento de mostrar lo que se cocía en la transición cantonalista. Florecieron los intentos autónomos y los enfrentamientos civiles armados. La abolición de quintas debilitó al ejército, propiciando que los monárquicos que ya no existían reaparecieran dedicándose a lo suyo, a la guerra civil sucesoria (tercera) entre carlistas y liberales. Y, por si faltaba, rebeldes de Cuba se agrupaban en fuerzas organizadas. ¿Qué razón hubo para que el cantón cartagenero, de cuya existencia jurídica ni he encontrado pruebas, se hiciera hueco en la historia?

La respuesta es lógica: la armada. Cartagena era la base más importante de la flota de guerra española. Pero ¿qué podía hacer con una fuerza naval un área poblacional de 85.000 vecinos? El general rebelde Contreras, que se adjudicó el mando militar, también dio la respuesta: dedicarse a la piratería. Con Torrevieja como primer objetivo saquearon las cajas de las salinas, continuando Alicante, Almería, Motril, Málaga… Más lucha y más muertos. Pi i Margall había agotado su fantasía en poco más de un mes y lo sustituyó Salmerón, que no era catalán sino alpujarreño, un hombre honesto y consecuente. Pero estas virtudes nunca acabaron de llevarse bien con la política, así que su dimisión no tardaría ni dos meses. Entre tanto, declaró pirata a Contreras, con lo que las flotas internacionales quedaban autorizadas a su captura. Lo interceptó una flota anglo-alemana, que apresó a Contreras, pero salió libre sin más que cambiar su bandera por la de la república y pagar la imprescindible mordida.

Hablando de banderas, una adivinanza. ¿Cómo era la bandera nacional en la primera república? No me digan que con tres franjas horizontales, rojas la superior e inferior y amarilla de mayor anchura la de en medio. Pues han ganado. La obsesión federalista, que tenían como ídolos a los comuneros, pretendió recuperar su enseña, roja carmesí. En el cantón murciano, que sí existió, se saludaba “salud y bandera roja”. Pero un listillo, con la misma memoria histórica que los listos de hoy, debió encontrar en un arcón un estandarte comunero apolillado y descolorido, y dijo que era morado. Así, a modo de concordia, nació ese rojo, amarillo y morado, que no fue aceptado por la república y esperó largos años a ser izado por la incultura.

La bandera roja tampoco fue aceptada, a pesar de la lucha de los cantonalistas a su favor, que decidieron izarla en el castillo de Galeras, sin tener en cuenta que en todo Cartagena no había una bandera de ese tamaño. Finalmente, alguien encontró, a saber de dónde y de cuándo, una enseña otomana que izó. Un comandante la avistó y telegrafió de inmediato al ministerio de Marina. Las comunicaciones ya estaban muy desarrolladas para que fuera imposible que una escuadra recorriese el Mediterráneo, de este a oeste, sin que nadie lo advirtiera. Pero la confusión creada por aquel pastiche de independencias, guerras civiles y Estado sin rumbo, hizo que alguien preguntase: “¿Cómo han invadido los turcos España?” Para salvar el equívoco, un cantonalista fervoroso se apuñaló a sí mismo y con su sangre tiñó de rojo la medialuna y la estrella, que eran blancas. La bandera roja, la que anunciaba la llegada al Edén, cumplió así, de manera rocambolesca, su único objetivo posible: derramar más sangre.

Un político de la moderna transición post-franquista dijo que una bandera no es sino un trapo por el que no vale la pena morir. Una bandera es, desde hace milenios, una divisa que une a gentes honestas y solidarias que se sienten comprometidas y hermanadas por un destino común. Cuantas más gentes amparen, cuanto más extensa sea su cobertura, más fácil será también mejorar el destino. ¿Podrían llamarlo progreso?

Ha llegado la hora de quemar las banderas de la desunión. Como las tuvo que quemar (múltiples y variadas) la primera república, después que Pavía la liquidase sin cumplir un año. En la ansiedad por acabar con el disparate, la liquidó sin asegurar el día a seguir. Así que nos quedamos sin Estado. España dejó de existir. Esto le importó un pito al general Serrano, quien, jefe del gobierno, siguió gobernando a fuerza de decretazos. Más o menos como ahora.

La dictadura de Serrano duró hasta que Martínez Campos restauró la monarquía, buscando una figura de unidad que abisagrara todas las tendencias políticas. Tomen nota. Destruir las instituciones no llevará a nada bueno. A los héroes del 68 no nos cayeron gratis.

Y si quieren saber sobre el cantón murciano, no lo duden, relean a Paco Acosta. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Se ruega NO COMENTAR COMO "ANÓNIMO"