BANDERA DE SANGRE EN CARTAGENA, por José Luis Mozo
Escribir en una publicación donde
lo hace Paco Acosta y hablar del cantón cartagenero es un pecado de insolencia.
Pero siempre he sentido la tentación de sacar a la luz hechos de la primera
república cuando todos los días tenemos que recordar la segunda a través de
una memoria histórica falsa y tendenciosa, que se suma a los numerosos
problemas inventados para tapar las necesidades reales de hoy.
Cierto que no hay comparación
entre la génesis y el desarrollo de ambas. La segunda nació con harto escepticismo
y no pocos enemigos dentro, en tanto que la primera lo hizo en medio de un
clamor de unanimidad y esperanza. Para colmo, los monárquicos asumieron que lo
mejor que podían hacer era traicionar a la monarquía (eso, en política, hay
muchos que lo practican; hoy creo que los llaman tránsfugas) y pasar a bandos
republicanos. Así se llegó a una república ¡sólo con republicanos! ¡El paraíso!
De ahora en adelante, paz, armonía y fraternité.
Sólo cuatro meses y dos gobiernos
después, Figueres, primer presidente que nunca sería conocido por
su buena gestión, lo fue por una frase: “Estic fins els collons de tots
nosaltres!”. Dicho esto, abandonó el Congreso y reapareció al día siguiente
en París.
El Edén republicano que llegó fue
una banda heterogénea de federalistas, unionistas, cantonalistas, monárquicos
reciclados, moderados y radicales impregnados del estilo de la revolución
francesa: insurrección y guillotina, mucha guillotina. Quizá por esto la
primera república francesa no pasó de los diez años. Sus asambleas y comunas
cayeron bajo Napoleón, que se hizo cónsul ejecutivo único y lo que siguió.
¿Habéis decapitado al rey? Pues ahora emperador. ¿No os gustaba el caldo? Pues
el puchero entero.
Con Pi i Margall
llegó el federalismo innegociable. Por si fuera poco, de los dos modelos
posibles, el histórico y el suizo, se eligió el suizo. De Schwyz a Ginebra, de
1291 a 1815. Modernidad y progreso. Cantones de generación espontánea y uniones
posteriores ilusionadas. Pi i Margall, barcelonés de pura cepa,
no había nacido para psicólogo. Claro que el modelo histórico nos llevaba a los
reinos medievales. Más o menos, lo actual. Más progreso.
Consolidar una república
democrática sin clase media social es prácticamente imposible. Los intentos
separatistas aparecieron como una eclosión. Se manifestó el cantón
independiente de Andalucía, por supuesto bajo la férula de Sevilla, cuando ya
Córdoba había intentado proclamar el suyo. Para que quedase claro lo de la
independencia, había sido saboteada en Despeñaperros la línea férrea que unía
con Madrid. Sevilla había armado su milicia y la envió a Jerez en su defensa
contra su guarnición. En el camino, la paró a tiros la junta revolucionaria de Utrera,
reclamando su propia independencia. ¿200 muertos? En dos semanas desde el
manifiesto, el general Pavía ya había llegado a Sevilla y tomado
el ayuntamiento en una cruenta batalla que le costó 300 hombres. Entre los
defensores cayeron probablemente más, durante el asalto y después de éste.
Sevilla viene a cuento de mostrar
lo que se cocía en la transición cantonalista. Florecieron los intentos autónomos
y los enfrentamientos civiles armados. La abolición de quintas debilitó al
ejército, propiciando que los monárquicos que ya no existían reaparecieran
dedicándose a lo suyo, a la guerra civil sucesoria (tercera) entre carlistas y
liberales. Y, por si faltaba, rebeldes de Cuba se agrupaban en fuerzas organizadas.
¿Qué razón hubo para que el cantón cartagenero, de cuya existencia jurídica ni
he encontrado pruebas, se hiciera hueco en la historia?
La respuesta es lógica: la
armada. Cartagena era la base más importante de la flota de guerra española. Pero
¿qué podía hacer con una fuerza naval un área poblacional de 85.000 vecinos? El
general rebelde Contreras, que se adjudicó el mando militar,
también dio la respuesta: dedicarse a la piratería. Con Torrevieja como primer
objetivo saquearon las cajas de las salinas, continuando Alicante, Almería,
Motril, Málaga… Más lucha y más muertos. Pi i Margall había
agotado su fantasía en poco más de un mes y lo sustituyó Salmerón,
que no era catalán sino alpujarreño, un hombre honesto y consecuente. Pero
estas virtudes nunca acabaron de llevarse bien con la política, así que su dimisión
no tardaría ni dos meses. Entre tanto, declaró pirata a Contreras,
con lo que las flotas internacionales quedaban autorizadas a su captura. Lo
interceptó una flota anglo-alemana, que apresó a Contreras, pero salió
libre sin más que cambiar su bandera por la de la república y pagar la
imprescindible mordida.
Hablando de banderas, una
adivinanza. ¿Cómo era la bandera nacional en la primera república? No me digan
que con tres franjas horizontales, rojas la superior e inferior y amarilla de
mayor anchura la de en medio. Pues han ganado. La obsesión federalista, que
tenían como ídolos a los comuneros, pretendió recuperar su enseña, roja
carmesí. En el cantón murciano, que sí existió, se saludaba “salud y bandera
roja”. Pero un listillo, con la misma memoria histórica que los listos de hoy,
debió encontrar en un arcón un estandarte comunero apolillado y descolorido, y
dijo que era morado. Así, a modo de concordia, nació ese rojo, amarillo y morado,
que no fue aceptado por la república y esperó largos años a ser izado por la
incultura.
La bandera roja tampoco fue
aceptada, a pesar de la lucha de los cantonalistas a su favor, que decidieron
izarla en el castillo de Galeras, sin tener en cuenta que en todo Cartagena no
había una bandera de ese tamaño. Finalmente, alguien encontró, a saber de dónde
y de cuándo, una enseña otomana que izó. Un comandante la avistó y telegrafió
de inmediato al ministerio de Marina. Las comunicaciones ya estaban muy
desarrolladas para que fuera imposible que una escuadra recorriese el
Mediterráneo, de este a oeste, sin que nadie lo advirtiera. Pero la confusión
creada por aquel pastiche de independencias, guerras civiles y Estado sin
rumbo, hizo que alguien preguntase: “¿Cómo han invadido los turcos España?”
Para salvar el equívoco, un cantonalista fervoroso se apuñaló a sí mismo y con
su sangre tiñó de rojo la medialuna y la estrella, que eran blancas. La bandera
roja, la que anunciaba la llegada al Edén, cumplió así, de manera rocambolesca,
su único objetivo posible: derramar más sangre.
Un político de la moderna
transición post-franquista dijo que una bandera no es sino un trapo por el que
no vale la pena morir. Una bandera es, desde hace milenios, una divisa que une
a gentes honestas y solidarias que se sienten comprometidas y hermanadas por un
destino común. Cuantas más gentes amparen, cuanto más extensa sea su cobertura,
más fácil será también mejorar el destino. ¿Podrían llamarlo progreso?
Ha llegado la hora de quemar las
banderas de la desunión. Como las tuvo que quemar (múltiples y variadas) la primera
república, después que Pavía la liquidase sin cumplir un año. En
la ansiedad por acabar con el disparate, la liquidó sin asegurar el día a
seguir. Así que nos quedamos sin Estado. España dejó de existir. Esto le
importó un pito al general Serrano, quien, jefe del gobierno,
siguió gobernando a fuerza de decretazos. Más o menos como ahora.
La dictadura de Serrano
duró hasta que Martínez Campos restauró la monarquía, buscando
una figura de unidad que abisagrara todas las tendencias políticas. Tomen nota.
Destruir las instituciones no llevará a nada bueno. A los héroes del 68 no nos
cayeron gratis.
Y si quieren saber sobre el cantón murciano, no lo duden, relean a Paco Acosta.
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