miércoles, 17 de abril de 2019

ECO.44 EN LA CHAPONA (Cuento)

EN LA CHAPONA, por Eva Sevilla Cervantes


Vencida por el tiempo y las galernas invernales, se dejaba llevar por el suave balanceo de las olas. La Chapona, desvencijada por el abandono, marcaba como barco baliza la zona donde, cada año, los pescadores calaban la almadrabeta pequeña.
_Vamos a bañarnos al muelle,¿ vale? Preguntó uno de los chiquillos que formaba la basta pandilla de diez o quince amigos de verano.
_¡Vale! Cogemos las bicis y hacemos una carrera hasta la Chapona. El último convida a polos!!
_¡Sí, me apunto!
Como resortes recién engrasados saltaron sobre sus bicicletas. En chanclas y con las toallas al cuello, se lanzaron a la carretera ocupando los dos carriles. Llegaron a la iglesia de la Azohía y a la sombra del campanario, las aparcaron sin orden ni control. Todos corrieron al agua, que, estrepitosamente, rompió en mil chapoteos desacompasados, transmitiéndose de gota a gota, en una honda sonora continua y profunda, hasta los abismos inexplorados frente a Cabo Tiñoso, donde una sombra se despierta, se retuerce en lo oscuro y se dirige entre sedimentos que se esparcen, enturbiando aún más su descanso. Da vueltas y se sacude nerviosa. La sombra.
“Voy ha llegar la primera”. Pensó Ana nadando a toda prisa.
 _¡Te pillo! -Gritó Pedro a la vez que la sujetaba por un tobillo y la atraía hacia él. Aprovechó el apoyo y se impulsó con fuerza hasta la corroída rueda de camión que colgaba por la borda de la Chapona. Tomó aire y se alzó victorioso ajeno a una mano furtiva que le cogía la pata del bañador.
-¡Aaah! -Chilló soltándose del neumático para arroparse en el agua y evitar la generosa visión de sus partes nobles. Más risas y bromas de los que esperaban su turno. Poco a poco se fueron calmando los ánimos. Cuando estuvieron todos a bordo, comentaron la manera de traer, la próxima vez, una nevera con refrescos. 
Tumbados al sol pasaba el tiempo que cada minuto era uno menos,  pero ellos no lo sabían.

La ascensión de la sombra a la superficie era lenta y el sonido que la había despertado, se definía mejor conforme se acercaba al espejo de arriba. El hambre le devoraba las entrañas. La obligaba como un imán a dirigirse a tierra. Tanto descanso en lo oscuro le había agudizado los sentidos. Apenas se impulsaba con las aletas. Cortaba el agua como un cuchillo la mantequilla, suavemente, sin perder el rastro. 
Hasta ese momento, se había estado alimentando de calamares, pero no era suficiente; su vientre albergaba algunas crías completamente formadas que se comían entre ellas y le pedían más. El abismo quedaba atrás y de la oscuridad pasó a un amanecer de vida y colores. Anémonas, gorgonias. Grandes peces como bólidos escapando de la sombra, que, parsimoniosa, zigzagueaba rumbo a tierra.

A bordo de la Chapona continuaba el bullicio. Los chicos se lanzaban al agua desde la proa. Carreras, risas, bromas y, claro, las horas pasaban y el sol, picante como una guindilla en lo más alto, anunció el final del baño. Era el momento de volver. Nadaron tranquilamente y decidieron regresar esa misma noche. Prepararían bocadillos y bebidas en una nevera portátil. Una fiesta nocturna en la Chapona, ¡bien!.

Los ruidos que la habían despertado eran más flojos, como si se los hubieran llevado más allá de la bahía. Desde su posición, la playa del cuartel en la Azohia se veía distante, con pequeños bultos que pululaban de aquí para allá. Alguna embarcación fondeada, ajena a la sombra que, silenciosa, investigaba las quillas sumergidas y bañistas que no eran conscientes del escualo que se acercaba. Recorría la almadraba, incapaz de morder ninguno de los peces que, atrapados en el copo y presas del pánico, se debatían por su vida al borde del infarto. Por más que lo intentó, la fuerte red le impedía saciar su apetito que cada vez era mayor. El instinto depredador le embriagaba en tal medida que en dos coletazos por el fondo, atraído por la algarabía de las gaviotas excitadas, acechó a las aves y en un empellón saltó fuera del agua arrastrando en su boca a una de aquellas pardelas, que sin esperanza se debatía entre los afiliados dientes que la acuchillaban.
Los restos de las sardinas caían ingrávidas al fondo. Las gaviotas se daban un festín sangriento que estimulaba más su hambre. Un pájaro no era suficiente y se marchó.

Ana se sentó frente a su padre. El mediodía, con un gazpacho fresquito entre las manos, era el mejor momento para contar las cosas importantes. Comentó el baño en la Chapona y su intención de volver esa misma noche.
_¡De eso nada!- Dijo su madre mientras le clavaba los ojos en sus pupilas. Ana quiso mantener la mirada, pero el poder inquisitorio que emanaba de su progenitora la enmudeció. Sin argumentos. Simplemente ¡ no! Se levantó de la mesa olvidando el gazpacho fresquito. Entró en su habitación y pensó.  “ Es mi vida, nunca puedo hacer nada de lo que me gusta... Me voy, no se van a dar cuenta, ellos se acuestan a las doce. Me viene bien.
 Se tumbó en la cama. Puso música bajita  en el cassette. Agarró la almohada y se dejó llevar por el sopor del mediodía.

La calidez del mar cerca de la costa la abrumaba. No era su hábitat. Las profundidades de las que provenía, estaban frías, oscuras y turbias. Los ruidos de motores y chapoteos la desconcertaban. La sombra deambulaba esperando su oportunidad.
Esa tarde, si alguien hubiera subido al mirador de la torre santa Elena, habría podido observar una inmensa presencia que, atenta, guardaba la costa.

La noche era cerrada. La luna con una carcajada en la boca. La brisa en la cara. Ana, al borde del muelle, mirando al horizonte negro. Allí, a lo lejos, estaba anclada la Chapona. Hasta ese pequeño puntito tenía que llegar nadando. Ya lo había hecho otras veces, pero siempre con el sol de testigo. No lo pensó más y saltó de cabeza al agua. Las fluorescentes burbujas que la envolvían, acariciaban su cuerpo adolescente. Nadó despacio mientras los cables de los mástiles tintineaban su nombre al viento. Un pequeño remordimiento la hizo mirar atrás, hacia las luces que poco a poco se empequeñecían y el muelle, vacío de gente. Con una sonrisa se despidió y continuó nadando. Sus brazadas eran suaves, tranquilas. Estaba disfrutando del mar, se sentía parte de él. 
El fósforo dejaba a su paso una estela brillante, ella la veía desintegrarse en lo negro cuando abajo de sus pies, una momentánea corriente de agua la hizo parar. Observó a su alrededor. Giro sobre sí misma buscando algo que increíblemente rápido, volvía a pasarle cerca, muy cerca. Miró a tierra con la esperanza de que alguien la sacara de allí. Fue consciente de la tontería que había hecho desobedeciendo a sus padres. La Chapona se le antojaba más lejana que otras veces; pero lo que fuera que la rondaba seguía ahí. Ana abrió los ojos como platos al ver perfilada en las luces de la playa, una aleta dorsal que cortaba el agua en silencio, hacia ella. De su boca escapó un leve suspiro que la apresuraba a salir de allí. Nadó con todas sus fuerzas, aterrorizada por sus mismos chapoteos. Los nervios descontrolados mandaban a su cerebro mensajes incongruentes: “¡corre más! ¡Algo me toca! ¡ Corre como alma que lleva el diablo!! ¡Te va a morder!! Una chalupa fondeada, la libró de las fauces del escualo que se sumergió. Ana no era consciente del salto que dio para dejarse caer en las cuadernas de popa. La barca se meció violentamente; pero ella, agazapada, se quedó quieta, casi ausente, a la espera de otro empellón que no llegó. Respiró profundamente y lloró como nunca, con rabia. La noche se había vuelto en su contra y sus lágrimas saladas eran el mismo mar. Miró por la borda hacia el horizonte y vio a sus amigos que cargados con neveras y el radio cassette, desembarcaban en la Chapona. Ana se levantó y gritó. Sus brazos se movían como aspas en lo alto. Pidió socorro, pero no la oyeron. La fiesta había comenzado y hasta ella llegaban las risas, las bromas... Una sacudida en la proa la devolvió a su cruda realidad. Se sujetó a la borda como pudo y cayó de bruces con un golpe seco. La sombra la tanteaba. La ponía a prueba. Acurrucada en las viejas maderas conoció la amargura de saberse sola. Tenía que serenarse. Quería volver a su casa a terminarse el gazpacho fresquito. No había probado otro mejor. Una sonrisa furtiva se escapó de sus labios. Aún había esperanza, estaba viva.

Había comido algún calamar y una gaviota. No era suficiente para saciar los envites de su preñez. Pronto iba a parir y necesitaba alimento. Tenía que evitar que sus crías se devorasen entre ellas. Tenía que comer y por fin, una presa grande, posiblemente una foca extraviada. Había que ser paciente,  aunque un ruido estridente venía de otra embarcación fondeada más lejos. Su instinto depredador la empujó a investigar. Primero una lenta y segura aproximación por el fondo, luego por la superficie. Rozó la barriga de la Chapona. El pesado barco no se movió. El ruido la mantenía alerta. La música en el agua se convertía en pulsaciones acompasadas que desconcertaban al escualo. Un tamborileo más flojo al otro lado llamó su atención. Era Ana dispuesta a plantarle cara. Le llamaba, quería calcular el tiempo que tardaba en llegar a ella. Había visto el brillo de su aleta dorsal rondando la Chapona y contaba con sus dedos los segundos que tardaría en embestirla. Un empujón seco y el vaivén del pequeño bote en treinta segundos. Podría intentarlo. Observó como se alejaba la aleta dirección a la Chapona y cuando sintió que era la oportunidad no la desperdició, se lanzó de cabeza al agua y fijó sus pupilas en la chalupa más cercana. Ana no pudo ver cómo el escualo al notar la zambullida, sumergía su aleta. Era un torpedo con vida propia que iba hacia su presa, ella. Un último esfuerzo y un grito rabioso la alzaron a la borda del pequeño bote. Sintió los dientes del escualo en su tobillo, de refilón. Como si tal cosa. Un salto del animal y su pie como cebo en el anzuelo, a punto estuvieron de cortárselo. No le dolía. Tumbada boca arriba respiraba acelerada, miraba las estrellas y rogaba al cielo que su extremidad estuviera entera. Se palpó la pierna y contó sus dedos. No estaba herida. Respiró profundamente intentando llenar sus pulmones que no daban a basto. No había contado los segundos que había tardado en llegar. Tenía que saber dónde estaba la sombra. Golpeó las cuadernas mojadas y oteo el horizonte en busca de la aleta dorsal. La vio a lo lejos. Rondando la Chapona. Ahora tenía más tiempo a su favor.
Ana supo lo pequeña que era. Un punto en la inmensidad. Nada importante. Comprendió que su destino dependía únicamente de ella. Que estaba sola ante un final inmediato.¿Qué era una fiesta al lado de toda una vida?  Nada;  ¡nada! Era la palabra mágica. Nadar lo más rápido posible mientras pudiera. Se incorporó con seguridad y buscó en el mar. Vio una estela brillante lo suficientemente distante como para intentarlo otra vez. El bote más cercano la miraba desafiante. Los cables de los mástiles lanzaban al aire canciones metálicas; tristes augurios de un trágico final. Eso dirían los periódicos que su padre leía cada mañana. Calculó el tiempo y volvió a lanzarse al agua. Nadó como nunca sin mirar atrás. No vio la aleta dorsal sumergiéndose a su espalda. La barca estaba más allá. Una broma pesada. Por eso se reía la luna. tragó agua cuando una fuerza descomunal tiró de ella hacia el fondo. Se debatió intentando liberarse. El agua se tiñó de rojo. Ana luchó como un titán por su vida que se esfumaba.
 Los bruscos zarandeos la obligaron a abrir los ojos. Entonces vio a su madre que la sostenía de un pie y la increpaba para que despertara de la pedazo siesta que se había echado. Ana desorientada, palpaba incrédula sus piernas en busca de pistas. Respiró profundamente, alegrándose de que todo hubiera sido un sueño. Repuesta de la pesadilla, decidió seguir adelante con su plan. Todos sabemos que lo que se sueña no pasa y ella no iba a ser la que diera un paso atrás. Cogió la toalla y su bicicleta y se marchó al muelle. Dejó la bici junto a las otras y caminó hacia la playa, donde sus amigos observaban con admiración el cadáver de un gran escualo, que yacía en la orilla. Lo miró largo rato, lo tocó, insegura, prudente…, por si aquella boca llena de dientes volvía a la vida y una voz sonó por encima de sus pensamientos, jaleando a los chicos para echarse al agua. Ana dijo:
-Yo no voy, mi madre no me deja- y dándose la vuelta, montó en su bicicleta y se fue a la playa del cuartel, a decirle a su madre lo rico que estaba su gazpacho y esa tarde, se dio cuenta de la importancia de escuchar a sus mayores y pensó que los sueños, sueños son.

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