Nuestras Lecturas: "El Amor en los tiempos del cólera", por Andrés Pérez García
No
ha mucho tiempo que leímos en el Club de Lectura “El amor en tiempos del cólera”,
magnífica y grata novela del consagrado premio Nobel de Literatura Gabriel
García Márquez. A todos nos encantó la forma maestra como narra las cosas
de su tierra el insigne escritor. Ha sido una satisfacción gratísima la que nos
ha deparado su escritura. Lo hace contando las realidades de las cosas de forma
maravillosa. Escribe un cuento para hablarnos de la luz tan intensa, del color
tan vivo y tan diverso, de las plantas tan exóticas y de la extensa y variada vegetación colombiana,
de los animales con sus plumajes tan bellos y de sus susurros, de sus graznidos
y de sus hermosos trinos; también nos relata, como si fuese nuestra abuela
contándonos en nuestra infancia algún hecho sobresaliente del pasado: allí
aparece el médico, que además de tener su consulta, va a visitar a los enfermos
a sus casas; allí aparecen los distintos barrios de la ciudad: el barrio de los negros,
el barrio de los pobres y el barrio residencial, amén de describir el barro y
la suciedad que cubrían las calles de la ciudad y, sobre todo, la miseria
general de la población, con la excepción de unas pocas personas muy adineradas
que vivían opulentamente en sus cómodas y grandes viviendas alejadas del
barrizal y del caos.
Se
podría decir, sigue contando, que es la misma situación que en los tiempos
coloniales, disfrutando los pudientes con representaciones teatrales, y algunas
películas cinematográficas, recitales poéticos y conferencias y reuniones de
diversos calados. Todo gira alrededor del río Magdalena, que es la puerta de
entrada y salida de la ciudad, todo se hace a través del río, incluso sirve de
cloaca a las inmundicias de la población ya tan saturada de detritus y de
basura infestada que es vertedero de infecciones, sobre todo del cólera.
Dice
que el centro de la vida es el Magdalena que le da la vida (a Cartagena…) al
ser el único medio para comunicarse con el exterior. La Compañía de Navegación,
cuyo representante o jefe es el protagonista de la novela; Florentino Ariza, es
el dueño de los barcos que trafican por esta ruta.
Se
podría estimado lector, seguir, como si fuese el cuento de “Las Mil y una
Noches”, con la exposición de ilusionantes pasajes tan abundantes en la obra;
pero quiero circunscribir la tarea a mi propósito inicial, cual es el hablar
del tema principal de la novela: el amor.
“El
amor en tiempos del cólera” titula el magistral García Márquez su
colosal y amena composición literaria. Efectivamente, el amor es el tema
principal de la novela y le sirve para contarnos los amores de Fermina y
Florentino, que tienen que esperar más de cincuenta años para consumir o apagar
el ardor de sus pasiones y que le sirve, entre otras muchas cosas, para
contarnos la vida de Fermina y Florentino, enamorados en el
comienzo de sus vidas adolescentes, pero que viven durante cincuenta años
alejados el uno del otro y sin amor por parte de Fermina, no de Florentino que
siempre mantiene intacto ese amor platónico y sigue adorando a su amada,
viviendo para ella y por ella. Lo hace en silencio, pero con un deseo, una
constancia y una vehemencia verdaderamente hermosa y enternecedora. Es una obra
excelente.
Y
nos va explicando cómo el amor romántico puede subsistir largo, muy largo
tiempo sin usar. Esa es la belleza del amor. Pero es que además nos expresa que
el amor es del viejo y del joven, tiene pasiones, esperanzas, alegrías, risas,
felicidad; tiene también contratiempos, menosprecios, renuncias, olvidos y
recelos. En fin, es un enamoramiento y a veces un desamor.
Cincuenta
años después reencuentran de nuevo la pasión y el amor. Muere el doctor
Juvenal, marido de Fermina, y Florentino comienza a visitar la casa de su
amada: poco a poco va introduciéndose en su corazón y en su alma: recuerdan sus
primeros tiempos: aquellos años de romanticismo juvenil y ocurre lo que tiene
que ocurrir: los dos se rinden ante la evidencia de la realidad, Florentino
está entero en su delirio amoroso y Fermina cae ante esa maravillosa explosión
de amor/ pasión que le insufla su amado.
“El
amor en los tiempos del cólera” además de una novela de amor, aunque no lo
manifieste de manera directa García Márquez, es la explosión narrativa
de todo lo que tiene que ver con el Caribe, con todo su entorno maravilloso:
luz, color, flores y vegetación, los pájaros exóticos y los animales
especiales. Es también una descripción de la vida de los colombianos en el
contexto histórico y social de los tiempos casi recientes de la independencia,
deteniéndose de forma muy brillante en la descripción del alma de los
principales personajes, pero como si fuera un folletín introduce las
peripecias, el ingenio y la vida de un gran enamorador. Y es por
ello, por lo que quiero rendirle un pequeño homenaje a esta ilustre figura amatoria,
que llegó a ser superior al gran Casanova. Lo hago, sabiendo que no estoy a la
altura requerida, pidiendo perdón por mi atrevimiento, pero considerando que
yo, humilde aprendiz de Cupido, estoy en la obligación de descifrar y narrar
los entresijos que la diosa Afrodita introduce en los genes de nuestro admirado
personaje.
Florentino
Ariza, prototipo por excelencia del hombre enamorado/enamorador es el principal
personaje de “El amor en los tiempos del cólera”, repito, magnífica y
encantadora novela de García Márquez. Y lo es porque todo él está lleno
de amor, su vida es amor, y todo su tiempo lo dedica a la práctica de tan
sublime arte, siguiendo eso sí las enseñanzas del dios Eros: atracción del sexo
y del amor.
Poseía
dotes y recursos propios y pertinentes del amante, que empleados en el momento
oportuno hacía caer de amor y temblar de pasión a la mujer elegida.
Y
aunque empezó con mal pie, bueno no con tan mala suerte, pues a pesar de su
insignificante presencia como galán: su físico esmirriado, su vestimenta fea y
desgarbada y su verbo no tan excelente para el encantamiento amoroso cultivó
numerosos y sonados éxitos. No tenía las cualidades del Casanova ni en lo
físico ni en las maneras, pero poseía ingenio o dones especiales que la diosa
Afrodita había depositado en su ser: argucia y un verbo delicado y candoroso
para entrar en los secretos íntimos del amor; conocía las debilidades de las
mujeres y hurgaba con suma maestría en sus recónditos secretos: una palabra o
una caricia en el momento oportuno vencía la resistencia más fuerte de la mujer
elegida y la llenaba de pasión, haciendo que todo su ser se iluminase de amor y
su cuerpo se agitase de placer, ardiera de deseo y su cuerpo temblara, como su
alma, de incontenible embriaguez erótica.
Era
hijo de madre sabida y de padre medio conocido, cosa muy natural en aquellos
tiempos en la gran Colombia. Su infancia fue algo desdichada pues su padre no
le prestaba atención, la madre tenía que hacer las veces de los dos y sus
recursos económicos eran precarios.
El
primer contacto con una mujer fue a la fuerza y no llegó a ver la cara de la
conquistadora. Era su época de mayor melancolía: “lo sentía en su propio
pellejo escaldado de amante en el olvido”; su madre lo había embarcado
hacía un destino lejano, con la esperanza de que recobrara su cordura y
olvidara a su idolatrada Fermina, que acababa de salir hacia Europa en “viaje
de novios”. Pero el amor, queridos amigos, además de tramposo es quimérico e
impulsivo y en este caso también forzado.
Una
noche fue secuestrado por unas fuertes manos femeninas que lo agarraron por la
manga de la camisa y lo encerraron en su camarote. Apenas si alcanzó a sentir
el cuerpo sin edad de una mujer desnuda, que lo puso boca arriba y
acaballándose encima lo despojó de su virginidad. Así este paladín del amor
descubrió que su ilusión por Fermina podía ser compartida con una pasión
terrenal.
Las
revueltas militares eran muy frecuentes en la Colombia de aquellos tiempos de
afianzamiento como nación independiente. Los cañones del general sublevado
Ricardo Gaitán Obeso destrozaron la casa de la viuda de Nazaret, que aterrada
se refugió en casa de Tránsito Ariza, madre de Florentino, que rápidamente la
alojó en la habitación de su desgraciado hijo para que esta terminara con su
congoja de amor. Solamente diré que esta sentimental viudita se quitó el luto
de golpe –no quiero describir el rápido desalojo de tan copiosa y caprichosa
lencería- y solía decirle a nuestro personaje: “te adoro porque me volviste
puta”.
Ausencia
Santander tenía casi cincuenta años y se le notaba, pero también tenía un
instinto personal para el amor que no había teorías artesanales ni científicas
capaces de entorpecerlo. Cuando Florentino la conoció, ya viuda, era amante de
un capitán de buque mercante que más que amarla pasaba el tiempo del amor
bebiendo aguardiente y atragantándose de la mucha ingesta que hacía, pero eso
sí agasajándola en demasía con valiosísimos objetos de arte: muebles preciosos,
alfombras indias estatuas, globelinos, chucherías innumerables de piedras
preciosas y metales, además de otros muchos regalos.
Florentino
aprovechaba los viajes del marino para visitar a Ausencia; no había peligro de
ser descubierto, ya que éste tocaba la sirena del barco dos veces para anunciar
su llegada a puerto.
Pero
un día, sabed, queridos amigos, que el amor es locura: ocurrió un inesperado y
trágico suceso. Resultó que aquella noche se amaron eternamente, durante un
tiempo largo y silencioso. “Todavía con el sol alto ella saltó de la cama,
desnuda hasta la eternidad con el lazo de organza en la cabeza y fue a buscar
algo para beber”. Pero no alcanzó a dar un paso cuando lanzó un grito de
espanto: habían vaciado la casa de todos los objetos, se lo habían llevado por
la terraza del mar mientras ellos yacían de placer. Solo dejaron las lámparas
colgadas del techo.
Conoció
a Susana Noriega en unos juegos Florales. Los dos esperaban el premio,
Florentino porque la encargada de entregar la Orquídea de Oro era su amada
Fermina y esperaba, con verdadero delirio, que se lo entregase y recordara
trémula de emoción el idilio amoroso que tuvieron en la juventud; Susana, por
el contrario, lo ambicionaba por considerarse merecedora dada su calidad
literaria. Pero los dos se quedaron compuestos y sin premio, que fue otorgado a
un chino, con un sólo mes de presencia en la ciudad o lo que es lo mismo sin un
ápice de castellano.
Y
los dos tuvieron que consolarse mutuamente. Para ello se refugiaron en la casa
de esta Maestra de Instrucción Pública y aficionada a la poesía, de unos
cuarenta años, soltera, aunque usada en infinidad de ocasiones; era gorda y
parecida a una morsa, pero poseyendo la maestría y la agilidad necesaria en los
momentos precisos. La mayor de las veces recitaba a gritos poesías mientras
hacía el amor y también tenía, en los momentos de éxtasis que succionar un
chupón de niño para alcanzar así la gloria plena.
Fueron
muchas las señoras ojeadas y tratadas por Florentino de acuerdo a su
apreciación visual, nunca mejor empleado este vocablo, pues nuestro admirado
personaje era poseedor de un ojo certero para descubrir a cualquier dama con cualidades
excelsas para estos menesteres.
He
dudado si relacionar al último personaje de aventura amorosa de Florentino; es
decir, si hablo de América Vicuña o silencio este episodio, pero existen tres o
cuatro aspectos que merecen la pena resaltarlos. El primero es el más
escabroso, dado que era una niña de catorce años, que llega a Florentino para
que la tutelase en sus estudios y en su vida en la ciudad, pero este galán
perfecto hasta ahora para un servidor, rompe, con su malévolo proceder
pervertido, esa magnífica trayectoria de romántico encantador. Desde un
principio concibe la idea de convertirla en su nueva amante, la llena de
atenciones, de caprichos, de encantamientos calculados en la forma y en el
tiempo, de juegos cada vez más atrevidos que desembocan finalmente en la
rendición de la estudiante. “Para él fue el rincón más abrigado en la
ensenada de la vejez. Después de tantos años de amores calculados el gusto
desabrido de la inocencia tenía el encanto de una perversión renovadora”.
América
Vicuña se enamoró ciegamente del viejito, estudiaba mucho durante la semana
para no tener problemas en reunirse con él los sábados por la tarde, para que
él le deshiciese la trenza que le llegaba a la cintura y se la volviese a hacer
una vez finalizado el amor. Por eso no se creyó que fuese verdad cuando
Florentino le dijo me voy a casar. “Es embuste-dijo- los viejitos no
se casan”. Pero cuando al borde de un apretado acaloramiento, propiciado
por ella, Florentino rehusó seguir con la excusa “Cuidado no tenemos cauchitos”,
ya sí, vio que era verdad y entró en una pena que meses después la llevó a la
muerte.
Florentino
percibió el fallecimiento del Dr. Juvenal tras acabar un encuentro íntimo con
América. Estaba, precisamente, rehaciéndole la trenza cuando las campanas de la
catedral empezaron a doblar, casi al igual que cuando murió el obispo. Unos
dobles así, comentó, son de gobernador para arriba. Nada más saber que el Dr.
Juvenal había fallecido acudió de inmediato a darle el pésame a Fermina, a
ofrecerse para todo cuanto fuese necesario. Al principio, Fermina fue remisa a
cualquier contacto o relación con Florentino, pero éste de forma educada y
exquisita extremó su cuidado y su relación para con ella que llegó a ser
delicada y necesaria, sintiéndose acompañada con su presencia.
Más
o menos al año de ser viuda, se percató que a este hombre, al que despreció
hacía medio siglo tenía que considerarlo, pues si antes fue por ser demasiado
jóvenes ahora no podía rechazarlo por ser demasiado viejos.
Así
que aceptó el ofrecimiento de un viaje en barco por el rio Magdalena, barco que
Florentino por su calidad de propietario de la naviera había preparado
precisamente para ser el nido de amor que ambos necesitaban.
“Ya
en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la
mejilla izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le
ofreció la otra mejilla con una coquetería que él no la había conocido de
colegiala. Entonces insistió por segunda vez, y ella lo recibió en los labios,
lo recibió con un temblor profundo que trató de sofocar con una risa olvidada
desde su noche de bodas”.
Pero,
es más, para que todo fuese perenne, y con la complicidad del capitán se izó la
bandera amarilla de la peste. El cólera estaba presente a bordo, ni podían
visitar ni ser visitados. Y dedicaron el barco a un viaje sin fin, a un ir y un
venir para toda vida. El amor que todavía embargaba sus corazones sería eterno.
Se alejarían al temor de la vida real.
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