jueves, 18 de septiembre de 2025

ECO.86 LOS MUERTOS NO SABEN CONTAR

Los muertos no saben contar, por José Luis Mozo

No lo he comprobado, pero alguien me asegura que un ilustre miembro del gobierno afirma que la solución para apagar los incendios pasa por un cambio de condiciones meteorológicas. Brillantísima deducción que seguramente justifica la caterva de burócratas e ignorantes  que florecen como la mala hierba para disponer qué se hace con el monte. Y así le va al monte.

Ya no hay rebaños, vacas, cabras, ovejas… que se permita su pastoreo. Están prohibidas o limitadas a un absurdo que les hace inviables. No se puede recoger leña caída, ni castañas ni piñas ni similares. No se pueden hacer cacerías de animales plaga, caso llamativo el de los jabalíes, y no sé si se prohibirá también la del conejo incontrolado, uno de los grandes destructores de la vegetación. La gente del medio rural no puede tener en su cerca algún cerdo y algunas gallinas, como siempre tuvieron. Y no hablemos de la retama, planta sagrada según las meigas, que le llaman xesta, porque tocarla sería un crimen, ya que es la clave de la regeneración del terreno. Bien crecida y resecada al sol es un estupendo combustible. No creo que el fuego regenere nada. Los pirómanos lo saben bien, aunque pueda molestar un poco la guardia civil con sus acosos y detenciones. Pero nadie más molesta y al poco están en la calle con el mechero en el bolsillo. Las cabras también sabían cuánto, cuándo y cuáles debían comer para mantener su justa medida. Los de la caterva lo dudo. No he visto que la coman nunca.

Pero no es mala idea esperar que la lluvia -cuando llegue– apague el fuego, ya que no lo van a apagar los medio aéreos, de los que cada vez tenemos menos y hemos de pedir prestados a países más sensatos, preparados y prudentes en su política medioambiental. Dentro de poco, tendrán que prestarnos también el agua porque seguiremos siendo orgullosos líderes de este estúpido torneo de Europa que consiste en derruir más embalses que ninguno. Y después de todo, lo que tenga que arder que arda. La culpa es del cambio climático.

No niego el cambio climático. El que haya arremetido contra los profesionales del miedo, ésos que viven del miedo de la gente -que es hijo de la ignorancia- en vez de enseñar y educar, no significa que lo niegue. Y no por las explicaciones de algunos “sabios” sino porque hay gente de campo que cree, y yo creo en la gente del campo. Agricultores, pastores, ganaderos, cazadores y otros a los que hay que escuchar. También tendrán que escuchar a los damnificados, ésos que han perdido todo o casi todo. Pero, en cambio, se podrán ahorrar los muertos. ¿Alguien no sabe que ha habido muertos? Si los muertos no saben contar, ¿para qué contarlos?

Ya se dejaron de contar en el Covid-19, cuando se vio que en el primer año crítico alcanzaron los cincuenta mil. Claro que es difícil saber cuántos hubieran sido inevitables y cuántos –dicen- por esperar al 8 de marzo. Eso no lo puedo afirmar porque no lo sé. Lo que sí puedo y sé es que las medidas se tomaron con tres meses de atraso respecto a lo que avisaban instituciones mundiales de salud. El que suscribe lo pilló, por fortuna con sintomatología leve, a mediados de diciembre 2019. Los médicos sabían de sobra lo que era, pero le llamaron gripe porque no podían darle un nombre que según el gobierno no existía aquí.

Los artistas de la política no se inquietan por esto porque ellos sí saben apagar un fuego. El que provocan hechos escandalosos que consiguen llenar medios de comunicación, por más que algunos estén comprados. Basta con echar otro escándalo, inventado o real, encima y se olvida el anterior. Un truco fácil en un pueblo como el nuestro, rico en muchas cualidades pero flaco en memoria. Y mejor aún, poner como un trapo a un rival. Entre los más repugnantes hábitos de nuestra mediocridad política está la descalificación del rival. Alguien que se candidata para ser nuestro representante, para luchar por aliviar nuestros problemas, para conseguirnos una sociedad mejor, no nos dice ni puñetera palabra de lo que piensa hacer para ello. Poner a parir al contrario y punto. En el fondo, el mensaje que sin darse cuenta nos está dando es: “somos todos unos indeseables pero los más indeseables son los otros”. Y no se da cuenta porque además no le importa. Importa que ésta su repugnante actitud dé los beneficios que él pretende. Y parece que los da. Hace 20 años estaba en el BOE una ley que pretendía, entre otras cosas, acondicionar los cauces de la margen izquierda del río Magro y el barranco Chiva-Torrente (rambla del Poyo). Rivalidades políticas aprovecharon para borrarla a la primera oportunidad sin substituirla por nada. 20 años después una avenida descomunal siega más de 200 vidas –esta vez sí se contaron los muertos– y no me suena que lo haya recordado nadie.

Los líos de cama y familia –de los que me resisto a hablar porque me repugnan tanto que hasta me repugna entrar en ellos– han tapado la patata más caliente de la actual Unión Europea: la solución energética. Después de dedicarnos a cantar las maravillas de las renovables, y tras pasarnos en medio de tanto cantar largos años en los que el gas y las vetustas nucleares nos están limpiando la cara cada vez que se nos tizna, a alguna caterva le debía sobrar tiempo libre porque decidieron deslumbrar a Europa demostrando que a flamencos nadie nos gana. Mientras ellos dan vueltas a la manera de meter en sus programas las modernas nucleares, que hace poco satanizaban porque el voto es el voto, nos decidimos a  sacar de la chistera un día de finales de abril iluminado en exclusiva por energía fotovoltaica. La gran sorpresa se transformó en el gran chasco. Pero nadie lo recuerda ya, lógico porque casi nadie lo supo. No hubo una información que explicara realmente el tamaño del desastre que estuvo a punto de suceder. Ni, por supuesto, se contaron los muertos, que los hubo. Para la gran mayoría, un largo apagón. Y a seguido, intentar echar a uno u otro enemigo el detritus por encima del gorro. Y caso cerrado. Lo que puedo asegurar es que no fue un botones de la caterva quien autorizó la fiesta, porque un lío de este calibre exige voces que aunque hablen muy bajito tienen que hablar desde muy arriba.

¿Y esto dónde nos lleva? ¡Pues al 2030, claro! El momento feliz en el que no habrá guerras, la alimentación, la vivienda y la energía estarán al alcance de todos, la sanidad se recuperará, la enseñanza dejará de ser un truco pérfido para hacer generaciones de desorientados jóvenes ignorantes y les dará los medios necesarios para que sepan labrarse su propio futuro.

¿Acaso no conocen la agenda 2030? No estaría de más que en una oportunidad  próxima hablemos de ella. Aunque anticipo que no se cita la España vaciada. No hace falta. Ya se sabe que para vaciar una aldea basta con eliminar su modo de vida.





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