jueves, 18 de septiembre de 2025

ECO.86 HOMILÍA DEL PAPA LEÓN XIV EN LA MISA DE INICIO DE SU PONTIFICADO (y II)

Homilía del Papa León XIV en la misa de inicio de su Pontificado (y II), por A. Fernández García

(continuación)

 

«Cuando Jesús le pregunta a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas? “, indica pues el amor del padre. Es como si Jesús le dijera: sólo si has conocido y experimentado el amor de Dios, que nunca falla, podrás apacentar a mis corderos; sólo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos “aún más”, es decir, hasta ofrecer la vida por ellos. 

A Pedro, pues, se le confía la tarea de amar aún más y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor oblativo, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y solamente de amar como lo hizo Jesús. 

Él -afirma el mismo apóstol Pedro- “es la piedra que ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra angular” (Hch. 4, 11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe apacentar el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe que está por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas; por el contrario, a él se le pide servir a la fe de sus hermanos, caminando junto con ellos. Todos, en efecto, hemos sido constituidos “piedras vivas”, llamados con nuestro bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diferencias. Como afirma san Agustín: “todos los que viven en concordia con los hermanos y aman a sus prójimos son los que componen la Iglesia” (Sermón 359,9). 

Hermanos y hermanas, quisiera que este fuera nuestro primer gran deseo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado. 

En nuestro tiempo, vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión y fraternidad. Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su palabra que ilumina y consuela! 

Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo somos uno. Y esta es la vía que hemos de recorrer juntos, unidos entre nosotros; pero también con las iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos. Con aquellos que cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo donde reine la paz. 

Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer el amor de Dios a todos. Para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valora la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo. 

Hermanos, hermanas, ¡esta es la hora del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio. Con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: si esta caridad prevaleciera en el mundo, “¿no parece que acabaría por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?” (Carta enc. Rerum novarum). 

Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja cuestionar por la historia, y que se convierte en fermento de concordia para la humanidad. Juntos, como un solo pueblo, todos como hermanos, caminemos hacia Dios y amémonos los unos a los otros.»



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