Dos viejitas de negro -cuento-, por Ricardo Márquez
Tía
Cata vivía en la periferia donde empezaba a desdibujarse el pueblo para
confundirse con el campo, las casas se convertían en ranchos, los jardines en
patios de tierra, con una higuera en medio y en lugar de macetas con flores
había latas con yuyos; frente a la casa de la tía había un caserón decrépito
que aún mantenía hechuras de haber sido de familia pudiente.
En
ese caserón vivían dos viejitas de negro que se veían solamente por la mañana
temprano cuando barrían la acera de tierra, siempre en silencio y mirando para
abajo; solo salían ese rato y se volvían a encerrar.
El
único que trataba con ellas era el chico de los recados que dos veces por
semana les traía los encargos.
Una
vez las vi y me parecieron dos arañitas culonas de movimientos cortos y rápidos
que huían a su refugio.
Cuando
eran niñas de trece o quince años, -me respondió mi tía, sin mirarme ni
descuidar la costura, adivinando mi pregunta- un domingo por la tarde, como el
servicio tenía libre ellas prepararon un bizcocho. En esa época las ratas se
mataban con arsénico, del mismo que sin quererlo, pensando que era harina o
azúcar le pusieron al bizcocho que preparaban y mató a toda la familia, padre,
madre y tres hermanos varones y la novia de uno de ellos.
Jamás
salieron de su casa, ni a misa, llevaban toda la vida encerradas sin explicarse
cómo Dios permitió tal desastre, si cocinaron con alegría, si la intención de
ellas era buena, si amaban a su familia.
El
encierro les permitía estar en contacto con el recuerdo sin regalar un segundo
a la distracción.
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