Mi enemigo se llama miedo -II- (cuento), por Eva Sevilla Cervantes
(Continuación) (Ver parte I)
¡No! Y el pánico, que a esas alturas ya
era mi dueño y señor, ordenó a mis extremidades que batieran el agua como
nunca. Lo peor es el caos mental porque te contradices con el amo de tus
sentidos y no coordinas los movimientos. Me cansaba cada vez más y no veía
salida alguna. Algo más calmada decidí seguir braceando lentamente, sosegarme y
recuperar el ritmo de la respiración. No sé el tiempo que pasó desde que nos
lanzamos al agua, pero la eternidad se me antojaba poco. Escuché un rumor que
se aproximaba y pedí ayuda a voces. El ruido era de un motor, cada segundo más
cercano, pero ¿por dónde? Esta duda
existencial comenzó a preocuparme… ¿y si
no me ven y me pasan por encima? Me puse en guardia y agudicé el oído. Sí;
se acercaban y ensordecían mis gritos que estériles se perdían sin más.
-¿Nadie ha visto a María?- preguntó Juan.
El silencio por respuesta les puso a todos los pelos de punta bajo el neopreno.
La playa junto al muelle de La Azohía era el lugar de llegada. Solo faltaba yo.
Tres
compañeros volvieron al agua intentando cubrir una distancia lo suficiente
amplia como para encontrarme. No podía estar muy lejos. Nadaban despacio y me
llamaban. Llegaron hasta la punta de los acantilados donde me había tirado de
cabeza. La oscuridad no les ayudaba demasiado. Decidieron regresar y un bote
que entraba en la bahía los recogió y los llevó hasta la orilla. La madrugada
se les echó encima y llamaron a la guardia civil. No dejaron de buscar mi
perfil en el horizonte. Elucubraron con mil posibles causas de la tardanza o… de
la pérdida.
El
ruido del barco que se aproximaba, por fin, tenía una dirección. Venía por
detrás. Me volví rápidamente y apenas sin tomar aire me sumergí, convencida de
que me quedaba sin cabeza. No profundicé mucho porque el flotador no me dejaba.
Me encogí y sentí cómo el bote pasaba por mi lado. El motor enganchó la
cuerdecilla y se lio en la hélice hasta que el flotador hizo de tope y sucumbió
bajo las mortíferas aspas. Ahora sí que lo tenía crudo. El tobillo donde
llevaba el cordel me dolía del tirón. Me agarré la pantorrilla y solté un
alarido ahogado por el mar. Saqué la cabeza a la superficie y floté. Les grité
con rabia. Ni se dieron cuenta.
Decidí seguirles. Comencé a nadar y avancé
tomándomelo con calma. No veía luces ni nada que me acercara a la civilización,
pero continuaba con la esperanza de salir de allí.
(continuará)
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