Visita nocturna al cementerio de Mazarrón, por Giovanni Criscione
Visitar de noche el Cementerio Municipal, guiados por la tenue luz de las antorchas y de la luna y por la voz narrativa de un periodista que ha dedicado años al estudio del tema, es una experiencia fascinante y conmovedora. El cementerio, situado en una colina fuera de las murallas del pueblo, abrió sus puertas en junio de 1900. Por lo tanto, este año cumple 125 años desde su construcción. La ciudad de los muertos refleja módulos y geometrías compositivas típicas de la ciudad de los vivos. El arquitecto Justo Millán, llegado desde Murcia para diseñar el cementerio, trazó una planta ortogonal y una red de avenidas que se cruzan en ángulo recto. Las vías principales llevan el nombre de los patronos, las otras el de los santos comunes. Al entrar, hay una zona que alberga servicios generales y locales técnicos (antecementerio). Entre estos, la casa y la huerta asignadas al guarda-sepulturero, que vivía allí con su familia. Y el local para las autopsias: un ambiente austero, con la mesa anatómica original y poco más. Desde una habitación adyacente, mediante una gran ventana acristalada, los interesados –familiares, peritos, estudiantes de medicina– podían observar la disección del cuerpo.
La construcción del cementerio coincidió con la época de mayor esplendor de la actividad minera. Precisamente en aquellos años, empresas, capitales, maquinaria y técnicos de toda Europa llegaron a este rincón de España para excavar túneles, extraer metales de las entrañas de la tierra y refinarlos en fundiciones y altos hornos. Por este motivo, en muchas lápidas están inscritos apellidos de ingenieros belgas y alemanes, fallecidos prematuramente en los accidentes –prácticamente diarios– de las minas. Llama la atención la edad de los mineros, muertos a los 14-16 años y casi nunca mayores de 30. Entre los extranjeros que descansan aquí, también hay un médico de origen italiano (de Génova), muy querido porque trataba gratuitamente a los pobres.
Desde el punto de vista de la
construcción y la arquitectura funeraria, hay dos aspectos destacados. El
primero se refiere a los mausoleos y capillas de las familias más ricas, que
compitieron por conseguir los espacios centrales y hacer visible y concreto su
esplendor económico. El otro concierne a los elementos estilísticos y
decorativos generalizados, inspirados en las corrientes artísticas en boga a
principios del siglo XX. En particular, destacan los temas florales del
Modernismo, que en Francia recibió el nombre de Art Nouveau y en Italia de
Liberty. El material que aunaba requisitos de abundancia, economicidad y
maleabilidad artística fue el hierro de las minas locales. Se utilizó no solo
para realizar verjas y otros elementos funcionales, sino también para dar vida
a todo tipo de decoraciones: flores, hojas, ángeles, calaveras, cruces, agujas,
pináculos, lanzas, corazones y mariposas. Incluso muñecas, como se observa en
la tumba a ras de suelo de un niño. Un auténtico "jardín de hierro",
donde las simbologías de la muerte se alternan con otras puramente artísticas,
en línea con los dictámenes de la época.
Entre otras áreas, está la de "enterramiento de párvulos" (aquí las tumbas se llaman "cunas" por un sentido de mayor piedad) y la de los llamados sin Dios: ateos, suicidas, no bautizados, etc. Esta zona, inicialmente separada por un muro, en los años treinta, durante la Segunda República, fue incluida de pleno derecho en el cementerio.
Cada elemento contribuye a
componer el retrato de una época: si las geometrías del cementerio reflejan el
orden social de los vivos, los materiales narran el arte y la economía, los
nombres la historia industrial y minera. Un patrimonio de silencio y memoria
que, especialmente en el Día de los Difuntos, invita a una pausa y a un
recuerdo.


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