viernes, 1 de octubre de 2021

ECO.62 ¿Quieres campo? ¡Toma campo! -cuento-

¿Quieres campo? ¡Toma campo!  -cuento-, por Mª Jesús Toro Jiménez

Rodaba en el nuevo deportivo, tumbando la aguja, mientras acariciaba la rodilla de la chica, cuando un perro se cruzó en su camino. La carretera se transformó, como por ensalmo, en un largo túnel. Flotaba hacia la luz cuando un anciano le interceptó. “Soy san Pedro -le dijo-, ven por aquí” y, tomándole de la mano, le arrastró a un pequeño despacho.  Siéntate y espera. Aquí la entrada está muy controlada”.

El santo descolgó un teléfono, dijo cuatro palabras en una lengua incomprensible, y salió de la estancia diciendo: “Espera, que El Creador quiere hablar contigo. Está ocupado, pero vendrá en cuanto pueda. Entre tanto, si te aburres, ahí tienes una lectura muy recomendable”, añadió señalando un viejo libro sobre la mesa.

El muchacho buscó su teléfono móvil. No había mensajes ni llamadas perdidas. Puso en marcha la música. Por el auricular le entró un coro de voces graves que cantaba: Teste David cum Sibylla... No entiendo nada. No debí dejar las clases de inglés, sobre todo si, por fin, acabo en el Mánchester...” La canción le aburría y saltó varios ficheros: Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, dona eis requiem... El mismo tostón. “¿Quién será el gracioso que me ha metido ésta mierda en el teléfono? Ésta es la típica bromita de vestuario”. Echó mano al libro. Ni le sonaba el autor ni entendió el título. Páginas amarillentas, todo letras, sin ilustraciones.

Sin ruido, apareció un hombre de larga cabellera blanca, en camisón, con una paloma en el hombro.

- “Soy Dios Padre y éste -dijo señalando al pájaro- es el Paráclito”.

- “¿El qué?”, preguntó el muchacho.

- “Veo que tienes poquito vocabulario. El Paráclito, el Espíritu Santo. ¿Eso sí que lo habrás oído?”.

- “Sí. Es lo de santiguarse. ¿Y el Hijo?”.

- “El Hijo está por tu tierra, entretenido con los de la Teología de la Liberación, pero vamos a lo nuestro, que tengo muchas cosas que hacer. Fuiste un buen futbolista; tengo que confesarte que he disfrutado mucho con algunas de tus jugadas. En fin, tuviste la gloria en la Tierra y, aunque tienes un buen puñado de pecadillos, te he concedido la Gloria en el Cielo, pero, antes de que te instales, te quería ofrecer una gracia especial en relación con tu libre albedrío”.

- “¿Libre albedrío? ¿Es que ha cambiado el reglamento? Yo sé lo de la libre indirecta...”.

- “Anda hijo, deja de decir idioteces y escucha. Te he concedido la Gloria y, por lo tanto, vas a instalarte en el Cielo de los deportistas, salvo... que te interese volver a la Tierra”.

- “Señor -dijo el muchacho-, devuélveme a la Tierra. Ten en cuenta que soy muy joven y todavía me espera una larga carrera. Estoy pendiente de fichar por...”.

- “Chico, no me vengas a contar tu vida. Dime sencillamente si te quedas o te bajas”.

- “Me bajo, Señor, me bajo”.

- “Sea”.

El muchacho desapareció. Dios Padre abrió el libro y se puso a leer. A los pocos minutos, san Pedro entró agitado diciendo:

- “Señor, un meteorito se acerca peligrosamente al planeta. ¿Qué hacemos?”.

- “Pedro, no te pongas nervioso, que hay tiempo. Luego hablas con Gabrielito y le dices que organice una escuadrilla de querubines, pero ahora siéntate. ¿Hace mucho que no lees?”.

- “Ya sabes, Señor, que nunca he sido hombre de letras”.

- “Así te luce el pelo, pero, aprovechando la eternidad, podrías aficionarte. Mírame. A mi edad y releyendo a Kafka. Anda, conecta con el universo para ver por dónde va ese meteorito”.

Al fondo de la sala se iluminó una gran pantalla repleta de galaxias. Pedro, con el mando a distancia, fue ampliando la imagen centrada en el sistema solar.

- “Espera, vete ampliando que quiero ver un detalle”. Cuando el planeta azul ocupó toda la pantalla, Dios se hizo con el mando y siguió ampliando la imagen hasta que se dibujó, nítida, la carretera. No quedaba rastro de las ambulancias ni de los coches policiales y la circulación se había restablecido. Desvió el foco a la cuneta. Un hermoso escarabajo caminaba, esquivando con sus patitas peludas las briznas de hierba, mientras empujaba hábilmente una pelota de estiércol. Aquel tesoro nadie se lo iba a arrebatar. En él depositaría sus huevos para que la naturaleza prosiguiera su ciclo.

El Creador, sonriente, murmuró: “¡Estos chicos...! Si leyeran más...



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