viernes, 1 de octubre de 2021

ECO.62 Afganistán. Las charangas de siempre

Afganistán, Las charangas de siempre, por José Luis Mozo

Tenemos más de mil millones (de mujeres) con derechos semejantes a los de una cabra, noventa millones en la esclavitud (muchas en manos de explotadores mafiosos) y un número indeterminado de clitoridectomizadas, que probablemente se cuenten en cientos de millones. Pero para enfrentarse a cosas serias hay que poner cara seria y arriesgarse a que te le partan, así que mejor volvamos a las charangas de siempre”.

 (José Luis Mozo, 5 de marzo de 2021)

 

Y la mula está volviendo al trigo. Aunque uno debiera sentirse obligado, por razones de partida de nacimiento, a celebrar que haya viejos encumbrados dirigiendo los destinos del mundo, la sucesión de ancianitos en la Casa Blanca ya nos ha hecho tragarnos un covid y ahora se va a tragar las vidas de miles de afganos (sobre todo, de afganas). 

Castigado por las ideologías y algunas religiones, que son el mejor camino para crear tiranías con sus ídolos de barro e ignorancia, el ser humano parece que vuelve a autominimizarse en el tribalismo (hoy llamado nacionalismo), que cercena sus sentidos y sus neuronas para dejar apenas a su alcance un miniuniverso en el que se siente más cómodo o, al menos, más protegido. El mundo empieza y acaba en mi barrio, la única dieta que basta y sobra es el potaje de mi mamá, ¿idiomas? mi farfullo. La paletería como frontera y más allá la nada, una nada que maldito lo que nos tiene que importar.

El hombre, para su bien, ha contado desde antiguo con un benefactor: la técnica, nacida de la ciencia como recurso contra las adversidades generadas por el medio. Desde Gutenberg hasta las vacunas del covid, con ella ha ido superando la ignorancia, el hambre, las enfermedades y las limitaciones que le han venido cayendo encima.

Pero al servicio de los ídolos se han inventado armas que llaman nuevas tecnologías, a las que las fronteras, y mejor si en vez de a su barrio las pueden limitar a su retrete (en su original acepción, “pequeño cuarto para retiro individual”), les vienen de perilla. Le llegan al ciudadano con su primer biberón y pretenden no abandonarlo en el resto de su vida. Por ellas sabe lo que tiene que comer, lo que tiene que pensar, lo que tiene que vestir, como hablar lenguajes correctos, donde y como tiene que vivir, como tiene que divertirse… Naturalmente, el mágico sistema dotará a los ídolos dominantes de información sobre los gustos y deseos de sus súbditos (que el propio sistema ya habrá inducido). Así crearán ese mundo feliz que el súbdito gozará en el nuevo paraíso terrenal, donde no existirán debates o discusiones incómodos (ya que todo se hará a través del sistema sin ver caras ni oír voces) ni los dos grandes sacrificios contra los que ha batallado el hombre a lo largo de su historia: pensar y decidir.

Con la técnica hoy en manos del mal, el mundo libre se ha quedado sin su benefactor y se ha inventado otro, el infantilismo, con el que convive hace cien años. El infantilismo nace con la gran guerra, la que industrializó las matanzas. Hasta entonces, por mucha preparación artillera o muchas cargas de caballería que hubiese, las batallas se decidían hombre contra hombre, a punta de lanza o de bayoneta. Pero con la industria y la investigación al servicio de la guerra, surgieron las llamadas armas de destrucción masiva (en principio, bioquímicas) y la guerra se hizo algo tan terrible, si es que ya no lo era bastante, que el mundo libre, desarrollado y vencedor, se refugió en un credo: ya no puede haber otras. Y apenas tardó veinte años en aparecer la siguiente, más terrible aún. Y el mundo libre, firme en ese credo: máximas, tolerancia, diálogo (¡oh, bendito diálogo!) lo pueden resolver todo. Así se arrodillaron Daladier y Chamberlain (“la nueva forma de entender la paz”) ante Hitler. Así respetaron los Estados Unidos los avances imperialistas de Stalin en el este. Y ahora, ¿qué nos toca respetar?

Contra un mal tan bien pertrechado y un pueblo tan domado, sólo puede enfrentarse quien esté muy dispuesto a matar y a morir, esto es, aquellas religiones capaces de convencer que tras este trance espera el premio de la felicidad eterna. Pero para un grupo comprometido con el objetivo de la muerte, el crecimiento demográfico es esencial. Y el papel de la mujer no es negociable: aislamiento, prisión, sometimiento y reproducción. Y, por supuesto, un ejemplarizante infierno para la que ose oponerse.

Pero no vamos a quedarnos cruzados de brazos, ¡no! Diálogo, tolerancia, comprensión. Tenemos una hermosa leyenda negra (leyenda y negra) en la que apoyarnos para dedicarnos a esperar que estos grupos y sus creencias evolucionen. Desatino tras desatino, vamos abandonando a estas mujeres a su suerte. Los hay de tal tamaño que sencillamente los catalogo de mentira. Se ha llegado a atribuir a algún personaje ilustre  la afirmación de que la situación de las españolas actuales es semejante a la de las afganas. Creo que es un bulo (hoy, “fake”). La estupidez puede alcanzar el infinito, pero para una de tal calibre haría falta rebasarlo.

Así que no se preocupen. Nuestras charangas seguirán ahí. No faltarán protestas y manifestaciones (a muchos miles de kilómetros de donde habría que hacerlas), ni un ocho de marzo ni slogans ni iniciativas de diálogo ni colectas para refugiados. Espero que falten minutos de silencio porque no sean necesarios. Aquí. Para conmemorar los de allí, se necesitarían tantas horas que no entrarían en las agendas.

Y acogidas. Acogidas que tampoco falten. Aunque, si no paramos esta barbarie, puede que se nos llegue a plantear un problema de espacio. Así que vayamos buscando sitios.


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