EL FUTURO DEL ESPAÑOL ES SU PRSTIGIO (I), por Ignacio Peyró
Por su interés, reproducimos en nuestras páginas el
artículo de Ignacio Peyró -publicado en EL PAÍS el pasado 16 de agosto-, como
una muestra de reconocimiento a su importante labor divulgadora.
El idioma se ha de difundir junto a la cultura que lo valida, reforzando
los valores positivos a los que se asocia.
El
español llegó muy pronto a algunas cosas y muy tarde a algunas otras. Al
prestigio llegó pronto. La gramática de Nebrija no solo va a ser la
primera de una lengua romance, sino el modelo para las demás. Y la autoridad de
la erudición se iba a unir a la pujanza de la política para terminar
impregnando las costumbres. Así, en el XVI, el español será lengua de prestigio
en el país, Italia, que por entonces sellaba los prestigios. El príncipe de
Salerno escribe sus versitos en español. Castiglione, gran autoridad espiritual
del siglo, recomienda su uso. “Saber hablar castellano”, escribe Valdés,
es signo de “gentileza y galanía”. Y, en una escena que nos recuerda a
cualquier recién llegado de Nueva York o Londres, Panigarola refiere cómo “un
caballero que ha estado cuatro días en España finge (…) que las palabras y
frases españolas le fluyen más fácilmente” que en su lengua. No es solo
Italia. Flandes da comienzo a la impresión de gramáticas españolas destinadas a
extranjeros, “incluso en los días en que el luteranismo y el deseo de
independencia”, afirma Lapesa, “atizaban la rebelión”. Y si en ese
mismo XVI “el interés por la lengua francesa fue rarísimo en España”,
Cervantes, ya en el XVII, nos cuenta que “en Francia ni varón ni mujer deja
de aprender la lengua castellana”. Aunque fuera, según el gramático —y
traductor de Cervantes— Oudin, “la lengua de nuestros enemigos”.
Nada
de esto suele saberse porque el español llegó pronto también a su descrédito.
Si ante el senado veneciano el embajador de España era el único que hablaba en
su lengua, no hace tanto podíamos encontrar a representantes hispanófonos que,
en reuniones multilaterales, todavía preferían mostrar su inglés o su francés.
Quizá disguste, pero no debiera sorprender. Acostumbrados ya a asociar el
español con noticias positivas, es fácil olvidar de dónde venimos. Hoy hay más
de 60 universidades donde cursar español en el Reino Unido, pero hasta bien
entrado el XIX, los estudios españoles no merecieron el interés universitario.
“El español”, escribe Ann Frost, tuvo que librar la batalla “para ser
reconocido como parte válida entre las lenguas establecidas, francés y alemán”.
Predominaba el entendimiento de que nuestra lengua era “un idioma minoritario,
del que se pensaba no tenía literatura” más allá del Quijote. Algún
dato: en 1933, los examinados oficiales de francés rondaron los 56.000; de
español fueron menos de 800. Con frecuencia, además, el interés por lo español
era el tipo de interés que uno nunca querría: el hispanismo del XIX será ante
todo un entusiasmo romántico que, antes de su profesionalización académica,
contribuyó a fijar una mirada folclórica y condescendiente que asentaba la
hegemonía cultural anglosajona y que ha dañado por mucho tiempo al mundo
hispánico. Por cerrar volviendo a Italia, cuando los hispanistas del país
fundan su asociación en 1973, casi tienen que alegar que, al fin y al cabo, el
español es una lengua romance. Sin la utilidad del inglés, el poso diplomático
del francés o la potencia académica del alemán, el español al menos servía
—como dice el apócrifo de Carlos V- para hablar con Dios.
(continuará)
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