Como un Cuento de Navidad, por "Sienso"
Hace aproximadamente dos meses
que nos empezaron a bombardear desde diferentes frentes anunciando la Navidad.
Varios ayuntamientos entraron en
competición para dilucidar cuál plantaba el árbol de Navidad más alto.
Los grandes almacenes hacían
cualquier cosa para captar la atención del público, y las calles se fueron
iluminando.
Llegó Nochebuena, Navidad, Nochevieja,
los Reyes y tal como llegaron fueron pasando y ya nos encontramos con la rutina
del día a día.
Los niños han vuelto al colegio,
los empleados a sus trabajos y los mayorcitos a ocupar sus sitios en los bancos
de los jardines que nunca habían dejado.
De nuevo estábamos ante la
llamada cuesta de enero que a algunos les costará ascender; como siempre, a
unos bastante más que a otros.
Hace tiempo que pienso que la Navidad
es para los niños, los jóvenes, para los padres que tienen hijos pequeños y
para los abuelos.
Los niños disfrutan de las
vacaciones escolares y reciben infinidad de regalos, aunque también a algunos
mucho más que a otros; los jóvenes que siempre se suelen divertir, ahora se
divierten aún más, los padres vuelven a su rutina y los abuelos a disfrutar de
los nietos y a tomar su solecito.
A los que no estamos en ninguno
de los grupos anteriores solo nos queda vivir la Navidad con los recuerdos.
Personalmente, desde hace largo
tiempo, cuando aún pertenecía al grupo de padres jóvenes con hijos pequeños, no
olvido algo que quisiera recordar aquí.
Serían los últimos años de la
década de los noventa cuando, patrocinado parcialmente por una entidad
bancaria, cada año, durante la semana anterior a la Navidad, se representaban
en el Teatro Romea de Murcia cuentos infantiles de los más populares. Cuentos
clásicos muy conocidos por grandes y pequeños, aquí en España y en buena parte
de Europa.
Teníamos dos hijas que tenían
entonces 5 y 10 años y desde hacía tiempo cada mes íbamos a la capital a un
ortodoncista donde le hacían un tratamiento a la mayor.
Enterado de lo de los cuentos en
el Romea, lo planifiqué todo para aprovechar el viaje e ir toda la familia al
teatro una vez hecha la visita médica. Aquella tarde representaban PINOCHO y lo
harían en dos sesiones, una a las 16'30h y otra a las 18'00h.
Después de comer salimos hacia la
capital, nosotros normalitos y las niñas más arregladas pues la ocasión lo
merecía; irían al Teatro Romea por primera vez.
Vivíamos en una población que
distaba unos 40 km. Bajaron del coche las tres cuando aparqué lo más cerca que
pude del portón donde en uno de sus pisos se encontraba instalada la clínica
dental y seguí, primero en busca de aparcamiento y, a continuación, provisto de
un folleto informativo donde venía el horario de las funciones y con el que,
equivocadamente, pensaba tendría reserva de localidades con solo su
presentación; me dirigí hacia la plaza del Romea. A medida que me iba acercando
notaba como crecía en mí la emoción.
Pero muy pronto todo se vino
abajo cuando, ya a los pies del teatro leo sobre el anuncio principal del
evento: "Agotadas las localidades para todas las representaciones."
Se me cayó el mundo encima, me
vine totalmente abajo; ni teatro, ni cuento, ni pinocho ni nada. A pesar de lo
claro que dejaba el tema lo que ponía en el anuncio y que mi moral estaba por
los suelos, no sé por qué, no di la vuelta y me fui.
Entré en el teatro y pasé a un
sala situada a la izquierda. Tenía las paredes decoradas con imágenes de obras
que supuestamente habían sido representadas anteriormente y por otras que serían
representadas próximamente.
Por inercia pasé a echarles un
vistazo.
Sólo habían pasado dos o tres
minutos cuando alguien se me acercó y me preguntó que si me podía ayudar en
algo. Muy sorprendido, me di la vuelta y vi a unos pocos metros de mí a un
señor que rondaría los cincuenta o cincuenta y cinco años que vestía de una
manera normal, se podía decir que sencilla, que no manifestaba nada especial y
que yo no había visto nunca.
Cuando reaccioné, traté de
contarle resumidamente cuál era el motivo por el que estaba allí. Ante mi
creciente asombro, directamente, me preguntó que a qué representación teníamos
pensado asistir. Siguiendo aún asombrado, le dije que, a la segunda; lo
habíamos decidido así para que la visita al ortodoncista fuera relajada y
pudiéramos ir sin prisas al teatro.
Me dijo que a las 17'45h.
preguntara por él en el lugar de acceso del público. Lógicamente, le pregunté
que quien era y ante mi mayor asombro me dijo que era el director del teatro y
me repitió que preguntara por él. Pensando que todo era un sueño, le di las
gracias y salí de aquella estancia como el que sale de un lugar perteneciente
al mundo de la fantasía.
Tratando de asimilar lo ocurrido,
de que era real lo que me había pasado; a paso lento y recreándome en lo que me
acababa de pasar mi dirigí hacia la clínica de ortodoncia.
Conté lo ocurrido a la madre de
mis hijas y, como no podía ser de otra manera, se puso a reír estando segura de
que era una broma lo que le estaba contando. Yo se lo repetía, le contaba lo
ocurrido cada vez con más detalles, pero como mi cara mostraba alegría y,
además, como me reía de verla a ella reír, aún se lo creía menos.
Cuando acabó la sesión de
ortodoncia nos fuimos caminando en dirección al teatro, aunque alguien seguía
teniendo algunas dudas. Llegamos unos minutos antes, esperamos y, justo a la
hora acordada nos pusimos en la cola. Cuando nos tocó entregar la entrada que
no llevábamos, le dije al portero que había quedado con el director. No pasaron
ni dos minutos cuando apareció el señor con el que había hablado un par de
horas antes acompañado por un ujier; me saludó y le dijo a su acompañante que
acompañara a la familia a un palco concreto del primer piso. Se despidió de
nosotros y, dirigiéndose especialmente a las niñas nos deseó que disfrutáramos
de la obra. Seguimos a nuestro guía hasta el palco indicado donde nos acomodó
despidiéndose a continuación muy educadamente.
Muy cómodamente, con cierto
"aire de grandeza" y después de echar un vistazo panorámico al
conjunto de las instalaciones, disfrutamos de la representación del famoso
cuento.
Con la moral por todo lo alto y
con el objetivo cumplido con creces, nos dimos un paseo por el centro de la
ciudad y nos comimos uno de los famosos pasteles de carne.
Aquella experiencia no se me
olvidará nunca y, cuando la recuerdo confirmo que, aunque pocas, a veces, en
Navidad pasan cosas muy hermosas.
No quiero acabar sin decir que,
después de alguna indagación, porque entonces no había Internet, el director
del teatro y gran protagonista de esta historia fue el señor Lorenzo Peris a
quien recuerdo con mucho cariño y admiración, esté donde esté.
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