viernes, 29 de noviembre de 2024

ECO.81 EL FUTURO DEL ESPAÑOL ES SU PRESTIGIO (Y II)

El futuro del español es su prestigio (y II), por Ignacio Peyró 

(continuación)

Tenía su lógica que, a la hora de difundir nuestra lengua, también llegáramos tarde: la Dante se funda en 1889, el British Council en 1934. Para el Instituto Cervantes (a efectos de transparencia, institución en la que trabajo) hay que esperar a los noventa. Podemos pensar que hemos compensado llegar tarde con tomárnoslo en serio: ninguno entre nuestros últimos gobernantes habría negado que el español es nuestro activo más trascendente a ojos del mundo. De hecho, ahora el Instituto Cervantes tiene presencia en 50 países. Los buenos números del español a escala global, en todo caso, no deben causarnos embriaguez. En un país siempre en busca de agarraderos para su autoestima, el español es materia propensa a genialidades y efectismos: en 2014, tras años sin darle prioridad, la euforia de los datos propició el lanzamiento de una supuesta plataforma Español Global que se acabó en el mismo momento de lanzarla. Tomar en serio es, ante todo, poner recursos: en comparación con otros países, la brecha económica no puede ser peor que la cronológica.

En los últimos meses, dos libros, Los futuros del español y Panhispania, han puesto la lupa sobre los datos que, más allá de los titulares, recogen los sucesivos Anuarios del Instituto Cervantes. Es un panorama muy matizado. El crecimiento del español a causa de la demografía va a ralentizarse, pero hay mercados —Europa, Brasil, África subsahariana— aún prometedores. ¿Ciencia? La menor visibilidad de la ciencia en español perderá relevancia conforme avancen las tecnologías del lenguaje y la lengua de publicación deje de ser un indicador. ¿Y EE UU.? La población hispana ha perdido competencias lingüísticas, pero también ha perdido complejos: lo sorprendente del español en EE UU. es que, pese a todo, vaya a sobrevivir en el llamado cementerio de las lenguas. Dos valores del español: su homogeneidad y —frente a otras lenguas internacionales— la comprensión del mundo hispánico como un todo naturalmente interrelacionado.

El español ha ganado peso. Antes de la Primera Guerra Mundial, solo se enseñaba en 12 escuelas del Reino Unido; hoy recomienda estudiarlo el British Council. Hace 40 años, Julio Iglesias cantaba en español en la Casa Blanca ante Reagan y Mitterrand: entonces se permitía por ser un exotismo; hoy, por su mayor importancia geopolítica, no podemos imaginar una escena semejante ante Macron.

¿Qué hacer ahora? Los productos culturales más exitosos en español responden a sus propias lógicas de mercado. Los poderes públicos, en cambio, deben afrontar la expansión del español desde el prestigio o —como lo llaman en Los futuros del español—, la valoración. Las tecnologías van a reorientar el acercamiento al español desde su vertiente más instrumental a una más asociada a la cultura y los valores. El español se ha de difundir junto a la cultura que lo valida, reforzando los valores positivos a los que se asocia.

Un paso conveniente es aliarse con países hispanófonos para conseguir reconocimiento e impulsar el uso del español, fundamentalmente en el sistema de Naciones Unidas. Más. Ante todo, apoyar al hispanismo: es el mundo académico el que ayudará a prestigiar el español. Promover la creación de cátedras, plazas en departamentos y lectorados, y establecer grupos de interés en las universidades más prestigiosas: cosas que pueden y deben hacerse con colaboración del sector empresarial en el exterior. Más: colaborar en la formación de profesores con los distintos sistemas educativos a escala de país o de región. Apoyar la certificación mediante la exigencia —como en otros países— y no la mera recomendación de un nivel acreditado para estudiar en nuestras universidades. Incrementar la dotación y facilitar el acceso a las ayudas a la traducción y la edición. Y, cronificada la mala decisión de no aumentar la red de colegios españoles en el exterior, promover el modelo de secciones españolas en otros Estados. Son acciones concretas y no fantasiosas, pero sí requieren de la energía con que se avanza una política de Estado. Todas van dirigidas a afianzar el prestigio por el que una lengua que ya es práctica se convierte —como el francés en su día— en algo todavía mejor: en deseable. No es tarde todavía para hacerlo.


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