sábado, 20 de mayo de 2023

ECO.72 LA MATANZA DEL CERDO

La Matanza del Cerdo, por Marco A. Santos Brandys

Pocos animales domésticos, tienen tantas denominaciones para referirse al mismo animal: cerdo, chino, cochino, puerco, guarro, marrano, gorrino… Es increíble que un animal, del que todo se aprovecha, gran parte de la humanidad lo llame con nombres tan despectivos. 

Hace años, en los pueblos estábamos habituados a convivir con animales domésticos, porque en las casas no faltaban gatos, cabras, conejos, gallinas, corderos, … Todos eran importantes, pues su compañía, además de aprovechar su carne, formaba parte de nosotros. 

En verano, compraban mis padres el cochinillo, cuando llegaba a la plaza del pueblo, un camión cargado de ellos. Era muy pequeño al entrar a la cochinera o pocilga y en el corral, vivía todo el invierno. 

El Tío Juan, tenía en su casa, al lado de la nuestra, varios de estos animales. Les gustaba salir y revolcarse en el fiemo y el barro, comer las sobras de frutas y verduras y su cocido de patatas y remolacha. También les gustaba el “salvao”, un brebaje especie de sopa con hierbas del campo y agua, preparadas en un “balde” metálico. Y los higos “chumbos”, con los cuales se relamían sin saber yo, cómo no se pinchaban el hocico, a pesar de limpiarlos con una escoba. 

A diario, se cocía el caldero para el lechón en el corral. Se picaban los vegetales y echaban en un recipiente con agua, poniéndolo al fuego. Después de hervir un buen rato, -como una hora- ya estaba preparado para que se diera su festín, antes que nosotros el nuestro con él, meses después. Era lo que se llama “cebarlo”. 

En invierno, llegaba “la matanza”, una fiesta muy singular. Todos se ponían de acuerdo, ayudándose en una faena que duraba varios días, disfrutando chicos y mayores, comiendo de casa en casa, pasándolo “en grande”. 

El primer día, el matarife sacrificaba al pobre animal con un largo cuchillo, clavándolo en el cuello, dándonos cierta pena, pues le habíamos cogido cariño. Después de chillar un buen rato, con toda razón, recogida la sangre en un balde y una vez muerto, se colocaba en un banco y se “socarraba” la piel con paja ardiendo, para que los pelos desapareciesen. Más tarde se abría en canal y se colgaba del techo hasta el día siguiente cuando llegaba el veterinario para coger una muestra de su lengua sirviendo para determinar la viabilidad de la carne y comprobar que el animal, no estaba afectado por la triquinosis. Lo mismo se hacía con los jabalíes, pero tenían éstos, un sabor más fuerte. 

Cuando el veterinario daba la aprobación, se empezaba a descuartizarlo. Todas las partes se aprovechaban, empezando con la sangre, que, mezclada con arroz o cebolla, y piñones, servía para hacer morcillas. Lo más laborioso eran los chorizos y salchichones: primero se picaba la carne, mezclándola con ajos y especias, pero en el caso de los chorizos se añadía el pimentón rojo. Mezclados los ingredientes, se guardaban en ollas de barro para su maceración hasta el día siguiente. Luego se llenaban los intestinos con una máquina especial -lo que se llama embutir- pinchando con alfileres para que no dejar aire dentro y atar con hilo bramante para dividir las piezas. No se hacía esta división cuando se utilizaban los intestinos culares para los salchichones, longanizas y salchichas. 

El viento frío ayudaba a su conservación, curación y secado. Por ello los productos obtenidos con la carne, viajaban a las “cámaras” o “falsas”, bajo la cubierta de las casas, colgándolos de las maderas. 

Los jamones, una vez salados, se subían también a las “cámaras”, guardándolos en una prensa de jamones, estando allí bastantes días hasta eliminar su líquido interior. Después, se colgaban envueltos en una red para acabar de secarse. Por último, se untaban con una salsa de pimiento molido -pimentón- ayudando a su conservación. 

Los costillares y el tocino, se conservaban con la sal y el secado. Las costillas untadas con pimentón, se metían en grandes ollas de barro con la manteca obtenida con la grasa del animal. Igual tratamiento recibían los chorizos. Nada se desperdiciaba. 

La vejiga, una vez limpia, se inflaba y llenaba con la manteca, utilizándola para freír. El tocino blanco, se freía en la sartén para que soltara la grasa y con los restos que no se fundían, -los “chicharrones”-, se hacía un pastel exquisito. 

Un olor característico impregnaba la casa, hasta varios días después de finalizar las tareas. 

Hace tiempo, mi amigo Fulgencio “El Porras”, -contratista de obras y gasolinero- organizaba unas matanzas que “pá que”, dónde asistían cientos de personas y muchos “importantes” de la región. Mi vecina Lola, algo más humilde, hacía lo mismo para vecinos y conocidos, con igual de magníficos resultados. En todos los casos, salían los asistentes con dudosas condiciones para resistir una estricta analítica -médica o de la “benemérita”-, pero felices y contentos.



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