El
Mediterráneo es un mar pequeño. Dicen que las costas de Marruecos están justo
enfrente. Al cabo de unas horas en soledad, la distancia que había recorrido
era considerable. Sin ser consciente de ello, me había ido alejando más y más
de mis compañeros porque el barco venía del muelle y se dirigía a Cala Cerrada.
Mi sentido de la orientación dejaba mucho que desear. Estaba claro, pero no me
rendía fácilmente ante las adversidades y este pequeño incidente, sería el
argumento perfecto para contárselo a mis futuros hijos. Así, no lo repetirían.
¡Anda que ya me valía! ¿Quién me manda a mí meterme en estos fregaos?
–
¡Nada y calla!- me contestaba yo
misma. Y me hice caso con tanto ímpetu que me di un topetazo contra una piedra
que estaba ahí en medio. Mi cara arañada y dolorida me escocía. -La sal no es
amiga de las heridas-. Unos segundos me bastaron para tantear la roca y
comprobar que me podía subir a ella. El neopreno me protegió de males mayores,
porque los erizos y las anemonas que vivían allí me hubieran apañado el cuerpo.
De hecho, me clavé unas cuantas púas en las plantas de los pies.
Me
aferré con toda mi alma y salí del agua lo antes posible. Me tumbé boca arriba
y, por primera vez, en toda la noche vi la belleza de aquel cielo estrellado.
Volví a llorar, pero esta vez de agradecimiento. No me sentía en peligro. Me
puse de lado para mirar el mar y vi el reflejo de la luna asomando entre los
montes. Nunca se me había brindado la naturaleza en estado puro de aquella
manera y me encontré esbozando una sonrisa de satisfacción. Imaginé delfines.
Vislumbré una medusa, que sencillamente se dejaba llevar.
Medité
sobre los absurdos miedos que habían estado a punto de costarme la vida. Le di
vueltas al hecho de no haber sido más valiente, aunque de gente así están
llenos los cementerios. La conclusión final fue que la experiencia merecía la
pena. Me volví del otro lado y, cansada como iba, me eché una cabezada y a
esperar.
Una
sombra blanquecina emergió despacio. Algo me rozó el pie que aún colgaba en el
agua. Di un respingo y me encogí agarrándome los tobillos. Volví a pensar en
hambrientos tiburones y pulpos enloquecidos por capturar a su presa que era yo.
La marea subía conforme pasaban las horas y aquello que me rondaba no se iba,
aún estaba allí. Mis cuartos traseros sumergidos y de cintura para arriba
temblando de terror, porque frío no hacía y la sombra describía espirales
hundiéndose y emergiendo por el otro lado. Aún no llegaba a mi altura. Tenía
que salvar un escalón en la roca que me protegía; pero no tardaría en cubrirme
y entonces… ¿qué?
La
visibilidad era mínima; pero si esa piedra estaba allí, era posible que hubiera
otras y me esforcé en distinguir en lo negro algo más seguro. Acerté a ver un
saliente sobre el agua, pero había que nadar y la sombra de vez en cuando
asomaba paciente. No faltaba mucho para tenerme a su alcance y salí de aquella
ratonera. Anduve por la piedra hasta que me obligó a flotar. Tomé aire y al
lanzarme en una intensa brazada la sombra se enredó en mis piernas. Me debatí
presa del pánico, -que para aquel momento ya era un habitual-. Me arrastraba al
abismo sin poder evitarlo. Mis pulmones estaban al límite. Me inundé por dentro
y el cielo estrellado que antes me llenara de satisfacción ahora era el
epitafio de un adiós y como hiciera la medusa, sencillamente me dejé llevar al
fondo, extendiendo los brazos hacia la luna que se despedía, flanqueándome el
paso por el túnel blanco que se abría ante mí, luminoso, brillante. Demasiado
resplandor para una noche tan oscura y mis parpados se apretaron mientras una
mano amiga tiró de mi pelo hacia la superficie y entonces vi a mis salvadores.
Intuí que eran los guardias civiles más majos del cuerpo. Me izaron a la patrullera.
Me taparon con una manta y me convertí en una fuente salada. Entonces miré el
plástico que aún permanecía enganchado a mis piernas y lloré. Reí. Y entonces
les dije a los guardias muy seria: señores;
el plástico mata y ellos rieron
también.
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