Por
supuesto, con este osado título, no pretendo emular aquel viaje de Camilo José
Cela. El mío, con poco más de treinta horas por aquellos parajes, fue mucho más
breve y con más comodidad que el inmortalizado por el Premio Nobel. Sigue
siendo la España interior, más vaciada que entonces; pero algo no ha cambiado,
lo más importante: el encanto mágico de su paisaje, el sabor rancio, de sus
pueblos y villas y sus castizas calles. Sobre todo, la cordialidad y llaneza de
sus gentes.
Complejo palaciego visigodo |
Según
avanzaba en la ruta no dejaba de pensar e ir seleccionando aquello que pudiera
ser objeto de una visita en grupo para las personas de nuestra Asociación. Así,
en Zorita de los Canes estaba el imponente castillo, los restos de Recópolis, la “Versalles de Leovigildo”
y por supuesto la pequeña y bella villa.
Me
disculpé ante la amable guía diciendo que su colega de Pastrana me había
insistido que llegara antes de las 12 al Palacio Ducal. No era una falsa
excusa, pues no me sobró tiempo.
Este
palacio se empezó a construir a partir de 1541, fecha de su adquisición por Ana
de la Cerda y Castro, abuela de la princesa de Éboli. El proyecto, obra de
Alonso de Covarrubias, de estilo renacentista, no llegó a finalizarse. Destacan
el azulejado de Toledo y los bellísimos artesonados del techo de varios salones
de estilo plateresco.
La
guía nos recomendó ver los tapices por la tarde. Al despedirme, le di un
boletín y, como siempre, le hablé de lo que hacemos.
Vista panorámica de Pastrana |
Enfilé
la Calle Mayor, a pocos pasos me topé con el menú del Mesón Castilla. Acerté a
encontrar una pequeña mesa libre. Tomé posición. Enseguida se acercó una mujer
joven y tomó nota. Al momento, tuve en la mesa agua y vino.
Mientras apagaba la sed y degustaba el vino, admiraba los
ágiles movimientos entre las mesas de esa chica a la que sobraban no menos de
25 kilos.
En
ese momento veo que mi móvil se enciende. Lo aplico al oído. Una grata voz
desconocida, pero con un acento familiar, se queja de que no haya llegado ni
llamado al hotel. Admití mi culpa y la de mi móvil y le dije, por decir algo,
que iría sobre la cinco. “la habitación
está lista por si le apetece una siesta ¿dónde va a estar usted hasta esa hora
con este calor? Bueno venga cuando quiera”. Es lo mejor que podía oír en
aquel momento. “en hora y media estaré
ahí”.
Antes
de ese tiempo me levantaba de la mesa, mostraba mi satisfacción a la camarera y
le preguntaba por el aforo del comedor. Me respondió con la seguridad de quien
es responsable: “Para unas 40 o 50
personas; pero si piensa usted venir con algún grupo, mejor se pone en contacto
con nosotros, porque tenemos otro comedor que le pueda interesar”.
Había
recibido instrucciones precisas de quien me iba a recibir, una joven morena, de
bellos ojos negros y exquisito trato. A mi curiosidad me responde que es
búlgara, lleva varios años en España y se llama Valentina, pero su nombre no es
con “B”. Tardé en comprender que para ellos “B” y “V” no suenan igual.
Creí
estar solo en el hotel hasta el desayuno por la tranquilidad y el silencio;
pero tal vez estaría completo. Parecía apetitoso cuanto había en la mesa y
resultaba difícil no hacer honor al obsequio de quien te lo ofrecía como obra
de sus manos o producto de esa villa.
(continuará)
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