Este
es el nombre que se le da habitualmente a un pececillo, que clava sus espinas a
bañistas que desconocen la fauna que vive en los fondos arenosos de este
precioso rincón.
Los pescadores
lo llaman “pez araña”.
Duele
mucho, duele más todavía que mucho y lo sé porque yo he sido una de las
afortunadas en conocerlo de cerca. Hice oídos sordos a los consejos que me daba
mi madre: “¡ponte unas sandalias de goma
para meterte en el agua!” y como eran feísimas pues decía: “¡vale!” Y salía corriendo con las
chanclas y la toalla.
Mi
entusiasmo juvenil no tenía en cuenta lo que a gritos mi madre repetía cada vez
que entraba lebeche porque este viento levantaba olas y removía el mar. Así
que, sin más, me quité las chanclas y haciendo equilibrios sobre las piedras me
zambullí de cabeza y eché a nadar fuera del abrazo de las olas. Mis amigos
saltaban y se lanzaban una pelota que siempre terminaba en las rompientes, como
yo era la más cercana fui a recuperarla y... al incorporarme, mi pie izquierdo
cayó con todo mi peso sobre una araña, que, seguramente, lo único que hacía era
esperar semienterrada a que un pez despistado le sirviera de almuerzo. Me
atravesaron cincuenta millones de púas. El dolor era tal que no podía gritar,
ni salir del agua ni nada de nada. Las olas me revolcaron sobre las piedras del
fondo y era incapaz de encontrar la superficie para coger una bocanada de aire;
por más que lo intentaba no atinaba a sortear los envites del mar. Tragué mucha
agua y el dolor aumentaba conforme apoyaba los pies. Sin esperarlo y con mucha
suerte, Justo, el hijo de Fernando el pescador, me agarró de un brazo y tiró de
mí. No podía andar. Lloraba y escupía agua. Si no llega a estar este chico ahí
en ese momento, no sé qué hubiera sido de mí. Justo llevaba las odiosas
cangrejeras y a mí me sangraba el pie.
Nunca más
olvidé las mías en el patio de casa.
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