OCASO, por Eduardo G. Manzaneque
Mi
memoria
ya no te invoca
en el silencio de los bares.
De aquel calor frecuente
queda un rastro de vaho
en lo lóbrego del vacío.
Es cierto, quiero recordarte,
al menos como algo sólido.
De noche
dejo mi cuerpo en la tierra
para levitar a ese punto
donde la pasión es pregunta
que tú y yo respondimos.
Ya no te distingo ni sé de ti
―tal vez de nadie―.
Acierto a vestirme
cada mañana,
apagado y mecánico,
con estas manos que un día aferraste.
A mi alrededor
se extienden páramos de ceniza:
tanta es la memoria calcinada.
E invento desde tu boca
sobrevolar los desiertos
y recorrer la arteria del día
hasta el centro mismo del deseo.
A veces te busco
en la presencia nueva
que conmigo duerme,
barrera borrosa
y grieta de la que desconfío.
Mi nombre se extingue
con las sombras que amo
en el naufragio feliz
de un poema.
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