Sabina y el "Miliciano" -cuento- (I), por Eva Sevilla Cervantes
Juan, el recovero,
llevaba una carga en su burro digna de un rey, según pensaba él, pues las telas
y demás enseres eran muy apreciados en las aldeas de poniente. Por eso, se
aseguraba de que los serones fueran bien sujetos para no perderlos en el camino
que va por el Cedacero, serpenteando vertientes y ramblizos de piedras sueltas,
que, por lo escarpados, han roto más de
un hueso a hombres y bestias. Juan conocía el sendero desde pequeño porque
acompañaba a su padre con las cabras pateando el Campillo y la Sierra de la Muela.
Siendo tan buen conocedor de la zona, cuando tuvo oportunidad, pidió unas
monedas a su padre y se hizo recovero.
Aquel día de primavera
quería almorzar en las casas del Campillo y, después de un merecido descanso,
seguir la rambla hasta La Azohía.
Sabina ayudaba a su madre
en los menesteres de la casa mientras soñaba con el miliciano, que una mañana
cuando recogía agua en el manantial del Cañar, apareció de repente entre las
hondas que el cántaro producía al hundirse en el rebosadero. Se sobresaltó y
él, a su espalda, esbozó una sonrisa que a Sabina le supo a gloria. Durante
unos segundos los dos jóvenes cruzaron sus miradas pero el rubor que apareció
en la cara de Sabina la obligó a agachar la cabeza, sacar el cántaro del agua y
con unos “buenos días” muy educados se despidió. Caminó contoneando la cintura,
arrebolando las faldas con pasos acompasados y sin mirar atrás, temerosa de que
el desconocido descubriera la sonrisa que, furtiva, se escapaba de sus labios sólo
de pensar en ese instante en el manantial. A una distancia prudente,
aprovechando el abrigo de una adelfa, miró al joven, aún sentado en una piedra,
mientras abrevaban las cabras. Sabina respiró satisfecha y ese día lo pasó como
en una nube. El camino de vuelta a su casa se le hizo cortísimo. Era el
ensimismamiento en estado puro. Llegó bordeando la playa casi a la hora de
comer y su madre le regañó: había otras muchas cosas que hacer, además de
pasearse con el cántaro en la cintura. La joven no replicó, estaba acostumbrada al mal humor
de su madre. pero no era mala. Algo le preocupaba desde que su padre saliera a
pescar hacía ya dos amaneceres y eso le agriaba el carácter; pero era la mejor
y se encargaba de Martin, el otro pescador que vivía camino a la torre. Esta
mujer se había pasado el invierno acarreando leña hasta lo alto de la
fortificación, apilando piedra, que luego subía su marido y secando carne,
colgándola en la antesala de la primera planta. Existía un por qué: los
piratas. Las tierras de poniente tenían su aquel; ataques y asaltos de
embarcaciones corsarias aprovechaban las
calas de esta costa para abastecerse de provisiones y capturar rehenes que
vendían en el norte de África. Esto propiciaba el despoblamiento y el miedo de
los pocos que allí vivían, aunque desde que habían levantado la torre Santa
Elena, los ataques eran más raros; pero la madre de Sabina sabía que con la
primavera llegaba el peligro ayudado por
los vientos de levante y tenían que estar preparados.
Juan, el recovero venía
de Perín, un pueblecito tierra adentro con más personas. Allí se trabajaban las
canteras y se extraía láguena para impermeabilizar los tejados. La gente no
solo cultivaba la tierra, había ganado y comercio con un mercadillo al mes al
que acudían para comprar y vender todo aquello que necesitaran. También tenía
una organización social en la que destacaba la figura del miliciano, hombres de
15 a 50 años dispuestos a luchar. Todos ellos voluntarios, comprometidos con
sus vecinos y estratégicamente diseminados por caseríos en distintos puntos del
lugar para acudir antes que las tropas del cabildo de Cartagena, si se
solicitase, y mantener a raya al corsario hasta que los refuerzos asestaran el
golpe demoledor que acabaría con la piratería según la logística de las fortificaciones
militares.
(continuará)
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