¿Quién le teme al Fin del Mundo? -cuento-, por Ricardo Márquez
Caminábamos
por una calle polvorienta y maltrecha en la periferia de un pueblo mísero, como
siempre lo había sido.
Es
aquí, dijo mi amigo Antonio deteniéndose, estábamos frente a un portón
desvencijado entreabierto como la boca de un moribundo.
Se
podía ver un patio interior al que daban las restantes habitaciones de la casa.
Empujamos
y quejumbrosa se abrió, Antonio observó desde afuera como frenado por los
recuerdos que habitaban la casa de su infancia.
Podíamos
ver cómo las enredaderas agrietaban las paredes, cómo el tiempo agrieta la
memoria, dejando algunos trozos intactos pero inconexos.
Después de un rato en silencio,
dijo…
Yo
tendría 7 u 8 años cuando se corrió la voz en el pueblo que tal día se terminaba
el mundo; la gente se mostraba incrédula, no hacía caso, pero en todos lados se
hablaba de lo mismo; “en todos lados” era la tienda de doña María con aquel
olor punzante a salazón, encurtidos y mil cosas indefinibles donde las mujeres
sopesaban la credibilidad de la información del fin del mundo junto con la
imperativa actualidad de alcobas ajenas.
Y el
bar de Manuel, en aquella esquina con suelos de madera que cuando entrabas se
hundía crujiendo y todo el mundo te miraba y el mostrador tan alto que te hacía
sentir más niño aún, donde también, y en clave masculina, se sopesaba la
noticia profética, todos lo negaban, pero el temor se les filtraba como la
lluvia fría de invierno a través de sus pobres techos de chapa.
Ese día
llegó, creo que era viernes, cerca del mediodía y esperando que me llamaran
para comer jugaba a las canicas con unos amigos en la calle, por aquí cerca de
casa, cuando se empezó a sentir un ruido cada vez más fuerte y que aumentaba de
forma alarmante, una mirada bastó para salir en desbandada y yo corría hacia
esta puerta que abrí de un desesperado empujón y lo que vi fue a mi madre
regordeta toda vestida de negro con un delantal blanco, que corría hacia mí con
los brazos abiertos, más que un abrazo fue un choque que nos fundió, en el
momento que dos aviones en maniobras rutinarias sobrevolaban el pueblo a baja
altura produciendo un ruido ensordecedor, pero yo desde esa inexpugnable y
tierna fortaleza que olía a ajo y perejil ya no le temía al fin del mundo.
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