lunes, 26 de septiembre de 2022

ECO.68 ¿QUIÉN LE TEME AL FIN DEL MUNDO?

¿Quién le teme al Fin del Mundo?  -cuento-, por Ricardo Márquez

 

Caminábamos por una calle polvorienta y maltrecha en la periferia de un pueblo mísero, como siempre lo había sido.


Es aquí, dijo mi amigo Antonio deteniéndose, estábamos frente a un portón desvencijado entreabierto como la boca de un moribundo.


Se podía ver un patio interior al que daban las restantes habitaciones de la casa.


Empujamos y quejumbrosa se abrió, Antonio observó desde afuera como frenado por los recuerdos que habitaban la casa de su infancia.

Podíamos ver cómo las enredaderas agrietaban las paredes, cómo el tiempo agrieta la memoria, dejando algunos trozos intactos pero inconexos.

Después de un rato en silencio, dijo…

 

Yo tendría 7 u 8 años cuando se corrió la voz en el pueblo que tal día se terminaba el mundo; la gente se mostraba incrédula, no hacía caso, pero en todos lados se hablaba de lo mismo; “en todos lados” era la tienda de doña María con aquel olor punzante a salazón, encurtidos y mil cosas indefinibles donde las mujeres sopesaban la credibilidad de la información del fin del mundo junto con la imperativa actualidad de alcobas ajenas.


Y el bar de Manuel, en aquella esquina con suelos de madera que cuando entrabas se hundía crujiendo y todo el mundo te miraba y el mostrador tan alto que te hacía sentir más niño aún, donde también, y en clave masculina, se sopesaba la noticia profética, todos lo negaban, pero el temor se les filtraba como la lluvia fría de invierno a través de sus pobres techos de chapa.


Ese día llegó, creo que era viernes, cerca del mediodía y esperando que me llamaran para comer jugaba a las canicas con unos amigos en la calle, por aquí cerca de casa, cuando se empezó a sentir un ruido cada vez más fuerte y que aumentaba de forma alarmante, una mirada bastó para salir en desbandada y yo corría hacia esta puerta que abrí de un desesperado empujón y lo que vi fue a mi madre regordeta toda vestida de negro con un delantal blanco, que corría hacia mí con los brazos abiertos, más que un abrazo fue un choque que nos fundió, en el momento que dos aviones en maniobras rutinarias sobrevolaban el pueblo a baja altura produciendo un ruido ensordecedor, pero yo desde esa inexpugnable y tierna fortaleza que olía a ajo y perejil ya no le temía al fin del mundo.


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