lunes, 26 de septiembre de 2022

ECO.68 EL PULPO

El Pulpo, por Marco A. Santos Brandys

Buceando en los rincones de mi memoria, me vienen recuerdos muy primitivos de la época de pequeño, a los cuales yo les pongo vivos colores, a pesar de quien piense lo contrario. Los rojos, amarillos y azules… llenan mi cabeza.

Con los años que se pueden contar con los dedos de una mano -y algún dedo sobraría- mi padre me llevaba de paseo, en el “transportín” de la barra de su bicicleta. Era una bici estupenda, con frenos de tambor, de color azul, un faro con dínamo en la rueda delantera y de la que guardo recuerdos imborrables.

Eran los días previos a ir al colegio y nuestra casa en el Mar Menor, formaba parte de la “Colonia Julio Ruiz de Alda”. Se llamaba así, en honor al militar, pionero de la aviación española, que alcanzó popularidad -junto al comandante Ramón Franco y otros- con el vuelo del hidroavión “Plus Ultra” en 1926, uniendo por primera vez, España -Palos de la Frontera- y Argentina -Buenos Aires-, uniendo el “Viejo” y el “Nuevo” Mundo.

La “Colonia J. R. A”. era y es, un barrio de la pedanía de Santiago de la Ribera, la más poblada de San Javier, en Murcia. Se creó a mediados de los años 40, para alojar a los militares de la AGA, la Base aérea de reciente creación, según modelo urbanístico semejante al de las Bases americanas de la época, con manzanas de casas en retícula y espaciosas viviendas unifamiliares con jardín.

El Mar Menor en esa época, era diferente al que conocemos hoy. “La Manga”, no tenía edificaciones; solo dos molinos salineros -El Quintín y el Calcetera- y alguna otra edificación, poblaban esa zona Norte, antes de llegar al Estacio. Las dunas arenosas, las salinas, los flamencos, con una típica flora y fauna, hacían del lugar, un espacio singular. Mi hermano iba con su pandilla, de excursión en bicicleta hasta el “segundo molino”, como si de una proeza heroica se tratase… y lo era. Al volver, yo esperaba que me contase las interesantes aventuras y los tesoros encontrados.

El Mar Menor, entonces estaba limpio y sin contaminación; entre la superficie y el fondo, -arenoso y gredoso-, pululaban caballitos de mar, “aguas malas”, “zorros”, berberechos, "nácar", almejas, chirretes, camarones, doradas y lubinas… toda una fauna vívida en ese agua, un poco más salada que la del Mar Mayor, el Mediterráneo.

Nos bañábamos en los balnearios, -que lamentablemente, han ido transformándose con el tiempo en otra cosa- y allá donde quisiese nuestro capricho. No existían los puertos deportivos que proliferan hoy, siendo contados los barcos deportivos, -exceptuando los pescadores- que surcaban sus aguas. En el horizonte, a veces oíamos y mirábamos, el rugido de una lancha deportiva admirada por su rapidez y conocíamos bien: “la lancha de Cobarro”, sin yo saber entonces, que sus propietarios eran de la familia de horticultores, más famosa de esta región.

A veces mi padre, profesor de la AGA, iba desde casa a colaborar por la tarde, a la oficina de la "Asociación de la Conferencia de San Vicente de Paul", en Lo Pagán, donde ahora está el puerto deportivo y pescador, pero entonces, no. Me llevaba en el “transportín” de la barra de su bici y a mí, me gustaba. Pasábamos a media tarde, a la orilla de la playa por la puerta de un bar marinero, decorado con boyas, remos y redes de pesca, en el lugar donde hoy se encuentra el hotel “Neptuno”. En el techo y a modo de lámpara, había un enorme pulpo disecado, con las patas abiertas y en su boca, una bombilla iluminaba el local. A mí, me intimidaba ver a ese extraño ser, sintiéndolo como una amenaza, pero él al notar mi zozobra, me decía con seguridad:

- «A ese pulpo, me lo como yo "asao" con patatas, en dos "bocaos"»... y eso, me tranquilizaba.

Al llegar a su oficina cerca del mar, yo lo esperaba fuera, jugando en la playa, cosa impensable hoy día. Después de un buen rato, él salía y volvíamos a casa haciendo el recorrido inverso, en la bicicleta, ya con el sol ocultándose y yo, rebozado de arena como una croqueta.

A medio camino, volvíamos a pasar por el “Neptuno” y ver con recelo el gran pulpo amenazador, con sus patas abiertas y la bombilla encendida, en su boca. Y mi padre me miraba y… sonreía.

No sé, si yo deseaba llegar a casa, o continuar el viaje en la “bici”.



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