Verdades y más verdades -cuento-, por Mª Jesús Toro Jiménez
Caía la tarde cuando llegué a la
isla *). Tenía el encargo de hacer un documental fotográfico y confiaba en
terminarlo, como mucho, en un par de días. Por más que me esmerara, aquel
islote no daba mucho juego. Dejé la mochila en el hotel y, cámara en ristre,
empecé a trabajar con el sol de poniente.
Incontables rocas de la Cantera,
eternamente salpicadas, que devolvían mil reflejos. Soberbia puesta de sol en
un cielo incendiado de bermellones. Cuando el mundo de los grises se hizo con
mar y cielo, volví sobre mis pasos.
El pueblo estaba desértico.
¡Ventajas de esquivar la temporada turística! Casas cerradas a cal y canto y
calles con farolas de luz ambarina. Paisaje silencioso de gatos furtivos en el
que mis pisadas y el respirar del mar eran los únicos sonidos de vida.
En el hotel, para escándalo de
los propietarios, cené sólo un tomate con olivas y algo de fruta. En
desagravio, prometí almorzar caldero al día siguiente. Huyendo de la televisión
y de las preguntas curiosas sobre mi visita, me refugié pronto en el
dormitorio. Siempre tenía la cautela de acarrear buena lectura.
Por la ventana entreabierta la
luna de primavera me ofrecía un ondulante tapete negro salpicado de virutas de
plata, que me arrullaba. Apagué la luz, cerré los ojos y me entregué al
descanso. O eso creía.
Volvía a encontrarme en medio de
la calle, pero las casas estaban iluminadas sólo por la perlada luz de la luna.
Algunos gatos caminaban majestuosamente por las calles desiertas, sin empedrar.
Llegué hasta la plaza Grande donde una sombra atraía mi atención. Según me
acercaba, fui reconociendo la silueta de una mujer enlutada, con sayas hasta
los pies y un pañuelo en la cabeza. “Soy María”, me dijo.
Sus morenas facciones, curtidas
por mucha vida, encuadraban una mirada mineral que estaba fuera del tiempo. La
mirada de la heroína de tragedia que venía criando, siglo tras siglo, el eterno
Padre Mediterráneo. Así miraría Electra, mientras se sinceraba con su hermano
Orestes, o Medea, cuando estaba a punto de acuchillar a sus propios hijos.
Empezamos a callejear y ella tomó
la palabra. Ni me preguntó qué hacía allí. Daba la sensación de que hacía mucho
tiempo que no hablaba con nadie y necesitaba encontrar un interlocutor dócil.
Me fue contando su vida. Vida de
privaciones. Alegre infancia en las estrecheces de la casa de un pescador
cargado de hijos. Los hombres jugándose la vida. Las mujeres pariendo, fregando
y remendando redes.
En cuanto la naturaleza le
pinceló hechuras de mujer, se vio casada con un muchacho. ¡El alivio festivo
que da tener una boca menos en casa!
A María, de su corto matrimonio
le quedó la alegría de conocer el amor de hombre y el regusto amargo del
abandono. Tiempos turbulentos en los que las pasiones arrasaban el sentido
común y el mínimo respeto. El joven esposo, arrastrado por las soflamas, se
marchó con un grupo de muchachos dispuestos a arreglar España. “Se ve que en
aquellos tiempos era una manía que les entró a casi todos los españoles -dijo
melancólica-, sin darse tiempo siquiera a hacerme un hijo”.
Años de desastres y muertes y, ya
terminada la guerra, muchos más años de rumores y noticias confusas. Había
caído en la batalla del Ebro. Se le había visto en un campo de concentración
del sur de Francia. Seguro que embarcó para Méjico. Le lloró tantas veces... y
le rezaba todas las noches.
Llegamos caminando hasta el
cementerio donde, a la puerta, me dio las buenas noches y se desvaneció.
A la mañana siguiente, cuando me
asomé a la ventana, un mar azul entreverado de manchas turquesa se balanceaba a
mis pies. El poderío del sol y la hermosa paleta de colores no conseguían
desvanecer el obsesivo recuerdo de la ensoñación. Mirara donde mirara,
encontraba los ojos de María como dos aceitunas negras y brillantes.
Ni el desayuno ni la conversación
me desviaban de aquella imagen y, en cuanto terminé el café, me encaminé como
un autómata al cementerio por el mismo camino que había recorrido con ella. Era
exactamente como lo había visto en el sueño.
Lo acribillé a fotografías y
seguí atrapando con la cámara calas y escollos, rincones y ruinas. ¡Ventaja de
las cámaras digitales! Si me pasaba de rosca, no tenía más que volcar las fotos
en el ordenador y seguir disparando.
A la hora de comer me estaban
esperando para comenzar a preparar el caldero.
La buena ración de sol de la mañana, el almuerzo suculento y el vino
blanco fresquito y afrutado acabaron con mi resistencia. Como pude, subí a la
habitación, entrecerré las cortinas y me dejé caer en la cama. En la penumbra
del dormitorio pensé que la modorra incontenible no era tanto por mis excesos
en la mesa sino por la insolación y la noche de ensoñaciones inquietantes. Me
dejé atrapar por la lentitud de la isla. Allí no existía la prisa.
Cuando desperté, el sol empezaba
a declinar. Aproveché su luz dorada para fotografiar fachadas y rincones
urbanos. Terminé en la Cantera para deleitarme, una vez más, con sus soberbios
crepúsculos.
A lo largo de mi estancia apenas
me había cruzado con media docena de personas en cuyos ojos buscaba inútilmente
algún chispazo de la misteriosa mirada de María.
Después de cenar me entretuve un
rato de charla con la dueña del hotel a la que le acabé confesando la razón de
mi viaje. Me preguntó qué me había resultado más fotogénico en la isla y, sin
pensarlo, le dije que el cementerio. Quedó callada por un momento y, al cabo,
comentó que era un rincón hermoso y con excelentes vistas.
Me cuidé de tomar café y, en su
lugar, rematé la cena con una copa de aguardiente de hierbas. Quería retirarme
pronto, dormir de un tirón y levantarme temprano para fotografiar la Iglesia a
la luz del amanecer. A pesar de la siesta, me dejé llevar por el murmullo del
mar que me acunaba y me dormí en seguida.
Allí me estaba esperando María
hierática, bajo la luz de la luna, en medio de la plaza Grande. Arrastrada por
una fuerza magnética me fui acercando a ella. La expresión de sus ojos era un
poco distinta a la de la noche anterior. En silencio, caminamos hacia la
Cantera.
Parecía cansada porque se sentó
en la roca y, en un tono más pausado que la víspera, se puso a hablar. Empezó a
justificarse. Quería pedirme perdón porque, sin querer, me había engañado.
Dijo que, cuando me empezó a
contar su historia, tenía la cabeza confusa y que el marido ausente, que le
tenía acaparado todo el pensamiento, le obligó a contarme la historia que a él
le gustaba, pero que la verdad era muy otra y no merecía la pena salir un rato
del cementerio para contarme una falsa historia, por bonita que fuese.
Si que se había marchado, puño en
alto, con los milicianos para defender la República, pero la vida daba muchas
vueltas y en la guerra las podía dar aún más deprisa. Nadie le había dicho
nada, pero ella acabó sospechando que, en un momento dado, siguió empeñado en
arreglar España, pero desde el otro lado. Eso fue cuando le volvió a ver al
cabo de los años.
Era ya casi un anciano. Había
engordado bastante y tenía el pelo blanco. Estaba sentado en la terraza de una
heladería, cerca del puerto de Santa Pola, con una señora muy arreglada y un
par de criaturas que debían ser sus nietos. Le reconoció por la expresión de
los ojos, pero cuando le oyó hablar ya no tuvo ninguna duda.
Petrificada, se quedó mirándole
en la distancia y le fue siguiendo con la vista hasta que se perdió al cabo de
un rato, acompañado de su familia, en el interior de la lonja. Al poco salieron
y se perdieron, mezclados entre la gente, por las calles del pueblo.
Desde entonces, cada mes de
agosto, salía de la isla en la primera canoa y pasaba el día en Santa Pola
pendiente de encontrarlo de nuevo. Descubrió que tenía un apartamento en un
edificio alto en el paseo marítimo y que, en el aparcamiento del sótano,
guardaba un reluciente coche negro con el que de vez en cuando paseaba a los
suyos. Algunas mañanas daba una vuelta a primera hora por el mercado, siempre
para comprar algún capricho, y luego se sentaba en la misma terraza en la plaza
del Castillo a tomarse un café mientras hojeaba el periódico. Acudía en familia
a la misa de doce todos los domingos, donde comulgaba frecuentemente, y a la salida
tomaban el aperitivo.
Se cruzaron cientos de veces. Más
de una vez, muy educado, le cedió el paso a la hora de entrar o salir de un
establecimiento, pero nunca la reconoció.
Un atardecer que estaba con los
nietos tomando una horchata, al pasar por su lado oyó a uno de los críos que
decía: “Mira, abuelito, una bruja”. Él, levantando un dedo en el aire,
reconvino al muchacho: “A ver si tenéis un poquito de respeto. No es una
bruja. Es, sencillamente, una anciana”. Aquello le rompió el corazón.
Tomó la canoa llorando, camino de
la isla, y no volvió a pisar la península jamás. En el fondo de su corazón se
congratulaba de saberle vivo y aparentemente feliz porque le seguía queriendo y
le rezaba todas las noches queriendo creer que todo había sido un espejismo y
que él había caído en la batalla del Ebro defendiendo las razones por las que
salió de la isla.
Me dejó sin palabras. Cuando me
recuperé le dije que ningún hombre merecía ser amado de esa manera y me
contestó displicente: “¡Ignorante! ¿Qué sabrás tú del amor?”
A la mañana siguiente volví a la
península en la primera canoa. Nunca he vuelto a soñar con María, pero todas
las noches la recuerdo y le dedico una oración.
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*) Se trata de la Isla de Tabarca, (o Isla Plana) en la costa de Alicante
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