CORONAVIRUS. EL ESTADO DE EXCEPCIÓN, por José Luis Mozo
¡Olé, olé, estamos de salida! No
sé si también saldremos los perversos (Madrid, Barcelona, Castilla-León), o nos
suspenderán hasta septiembre. El resto recibirán, cuando la fase 3,
transferencias a sus gobiernos regionales de la gestión y la responsabilidad,
terminándose así el largo periodo de cogestión del estado de excepción. Esto me
lo van a explicar más despacio. Si se impone una dictadura legal
(¡constitucional nada menos!), la gestión y su responsabilidad son exclusivas
del dictador. Alguna voz tenida por moderada ha pedido a la oposición que no
sea tan cruda con el gobierno y sus “posibles” errores. Yo no soy del gobierno
ni de la oposición, pero me parece de una obviedad aplastante que en una situación
dictatorial la única forma de oposición viable es zurrar al dictador, que tiene
armas suficientes e incluso excesivas para defenderse, entre ellas la potestad
de hacer lo que le venga en gana.
No pretendo ocultar, ni sabría
cómo, que a mí esto del estado de excepción me cae como una puñalada trapera.
Hasta para un pueblo tan acostumbrado al insulto (capaz de desarrollar en su
propia incubadora la leyenda negra parida por otros), éste lo veo excesivo.
¿Somos un país de estúpidos de tal calibre que ni ante la amenaza de un arma de
destrucción masiva conseguimos unirnos y aparcar nuestras rencillas hasta
después de haberla derrotado? Porque, si no es así, ¿qué falta hace la
dictadura? Pues está claro que hay quien opina que sí, que lo somos. Yo, particularmente
y confiando en que la mayoría de mis lectores me secunden, creo que no. Y
además, ese sistema exige un liderazgo político, algo con lo que siempre he
estado disconforme. Cuando a uno hay que extirparle un tumor, ¿busca un
subsecretario o busca un cirujano especializado? Los políticos no van a
anteponer el bien común a sus intereses y agendas partidistas. Entre otras
cosas, porque quien lo hiciera, al día siguiente dejaría de ser político. Lo
echarían del partido.
Aun así, como generalizar siempre
es malo, ofrezco clavarme de rodillas y pedir perdón al que sea capaz de
proponer:
Defender la caza. Los
virus no parasitan esas baldas que fregamos con frenesí, sino los seres vivos.
Y aunque haya mucho urbanita ecologístico amante del campo, los animales de los
que entienden son sus mascotas. Del campo y de la fauna salvaje quienes
entienden y saben cuidarlos son los agricultores, los ganaderos… y los
cazadores. Sin ellos, el riesgo se multiplicaría, especialmente en especies
plagas, como el conejo o el jabalí, si quedaran sin control.
Llevar a mínimos el transporte
público, vivero de contagios. Tanto odiar a los automóviles so pretexto del
progreso, y cada vez que cierra una fábrica es un drama social y económico para
la zona afectada. Tal vez ayudando al desarrollo de vehículos pequeños y sin
emisiones, el drama social, económico y sanitario perdiera malignidad.
Prohibir por varios meses las
manifestaciones y concentraciones, que se han convertido en deporte nacional.
Huesca ya se han quedado sin desfile. Me gustaría saber qué otros “desfiles”
van a prohibirse.
Estimular la producción de
energía de alto rendimiento económico, porque con los costes actuales (otro
título europeo, el de mayor coste, al que somos candidatos), la suspirada
recuperación será imposible.
Devolver a los hospitales a su
funcionalidad antes de la epidemia, poniendo cuanto haga falta para acabar
con las listas de espera, en cirugía, en ciclos oncológicos, en
rehabilitaciones…
Reducir con valentía la
fractura social con la que están destruyendo a la sociedad española. Esta
zanja es como un foso medieval que protege un castillo, dentro del cual el
mediocre se hace inexpugnable. No somos un pueblo estúpido, pero sí
desmemoriado. Se nos olvidó el tiempo en el que conseguimos aprender a
convivir. Y se nos olvidará lo que estamos pasando en la misma verbena de la
victoria
Mantengo mi oferta si alguno da
la cara por una de estas propuestas. Por todas, sería imposible. Estaría
despedido de su partido mucho antes. Enfrentarse al miedo, a la delación y a
todo lo que se sembró para encadenarnos, ya lo haría candidato a un premio
electoral.
En pleno confinamiento ironizaba
sobre la necesidad de un carnet de conducir de peatón, para autorizar quien
puede andar por la calle y quien no. Venía a cuento de una demanda popular de
test que se estaba generalizando y que me pareció del todo inoportuna. Eran
tiempos de parar muertes no de distraerse con analíticas. Hoy han cambiado las
cosas y sí creo necesario que esas serologías se hagan. No olvidemos que la
estrategia de los gestores de la crisis se ha basado en el no contagio, en el
“quédate en casa”, y ahora todos ésos que salgan a la calle serán especialmente
vulnerables. Nuestra legión necesita identificar a sus hastatos, la
primera línea de combate contra el virus, que son los contagiados que se han
recuperado e inmunizado. Ya advirtió algo así la señora Merkel, a quien nuestro
digno representante tachó de insolidaria. Es lo menos de lo que podíamos
tacharla, dado que los números de Alemania son seis o tal vez más veces mejores
que los nuestros. Y exigiremos, ¿o no?, cuarentena al que quiera venir. Parece
el cambalache del porteño Santos Discépolo. El burro enseña al profesor.
No cabe duda que la dictadura siempre es confortable para el
dictador y su núcleo. Favorece el cambalache, el mercadeo, los golpes de mano
silenciosos y muchas otras ventajas que nada tienen que ver con la salud
pública pero sí con la vida política. ¿Por qué, entonces, renunciar a este
suculento privilegio? Relean el párrafo anterior.
No sabemos con qué fuerzas
contamos y, por tanto, la recidiva es un peligro real que, hasta que no se
realicen las serologías, no somos capaces de dimensionar. Si algo saliera mal,
¿no es preferible tener enfrente una cara no amiga a la que cargar con los
muertos? Quien tome el relevo deberá animar a la ciudadanía a salir a combatir
al enemigo y a afrontar el riesgo, con todas las precauciones posibles por
supuesto, pero sin volver al zulo. Nada que objetar al confinamiento porque lo
aceptamos colectivamente. Sin embargo, visto hoy, si tenemos en cuenta que
cerca del 90% de nuestros muertos eran mayores de 64 años (es decir, población
no activa), ¿qué razón había para paralizar todos los sectores económicos? Y si
se produce una recidiva (perdón, rebrote) ¿volveremos a pararlos en un
nuevo estado de excepción?
Desde un principio, he clamado
por atender los gravísimos problemas del momento y no perder el tiempo
recontando muertos. ¿Sabíamos a dónde íbamos? Porque, salvo que aparezca el
milagro (vacuna o extinción del patógeno), temo que seguimos sin saberlo. Pero
sí seguimos recontando muertos. Ahora, hacia atrás. Eso se llama
resurrección.