SABINA Y EL MILICIANO -cuento- (III), por Eva Sevilla Cervantes
(continuación)
Juan cumplió el encargo y
continuó el camino hacia el caserío de Isla Plana, allí paró y enseñó sus
mercancías a las mujeres que se acercaban y a lo lejos, en el mar, a la altura
de la punta de la Azohía, observó un puntito navegando hacia la bahía. El padre
de Sabina pensó Juan. Pero lo que no vio fue el cuerpo del hombre que
ensangrentado pendía a modo de estandarte del mástil del latino. Tampoco vio
cómo la soga atada al cuello laceraba el gaznate del ya cadáver. Ni a los
piratas amagados tras la vela.
La madre de Sabina ya
estaba en lo alto de la torre cuando al mirar al mar tropezó con el barquito
que regresaba. Sus ojos se iluminaron. Soltó la cabra y apartándose el pelo que
le estorbaba de la cara se apoyó en la almena contenta y respiró profundamente.
Parecía un gran atún lo que colgaba del mástil. Fijo más la vista, no estaba
segura, muy largo y delgado, como su marido. Entonces miró mejor. No podía ser…
su marido… muerto…
Sabina estaba en el
portichuelo haciendo guiños con el espejo al latino que entraba por la punta.
Escuchó gritos de su madre y saltando de júbilo le hizo entender que lo
esperaba, su madre le contestaba con gestos bruscos, decía ¡sube! No entendía y continuaba
bailoteando y saludando al barco que se aproximaba. Se le rompió la sonrisa
cuando la imagen de su padre apareció definida en la proa, colgando…la joven
cayó de rodillas al suelo. Ni una palabra salió de su boca. El espejo se
resbalo de las manos y se hundió en el agua. Las voces que oía en su cabeza
seguían pidiéndole que subiera, pero su mente estaba lejana. El latino, a la
altura del pilón y Sabina, sobresaltada por los gritos que ya empezaba a
entender, se incorporó y echó a correr como alma que lleva el diablo hacia la
torre. Las lágrimas la cegaban y tropezaba con rocas, se enganchaba en las
esparragueras y se agarraba entre jadeos a lo que podía. Pasó por la casa de
Martin y el hombre desde la cama, la animó a seguir su camino enseñándole el
cuchillo escondido bajo la almohada y Sabina siguió corriendo ya sin mirar
atrás, sin escuchar a los piratas que nadaban hasta la playa vociferando improperios
en lenguas extrañas porque, una joven virgen se cotizaba muy bien en el norte
de África. Allí vendían a los hombres y mujeres que tenían la suerte de no ser
asesinados.
La cuerda con nudos
estaba preparada al pie de la torre. La madre de Sabina jaleaba a su hija para
que se apresurase. Veía como los piratas ganaban terreno a la joven que casi
había llegado y le seguía chillando. Sabina se agarró a la soga y trepó hasta
la primera planta, recogió la cuerda y una piedra lanzada certeramente por uno
de los piratas le abrió una brecha en la frente que la sentó de culo. Se
incorporó mareada y por la escalera de caracol llegó a los brazos de su madre,
se fundieron en un dolor húmedo y lloraron juntas… solas.
Las piedras tropezaban
inútiles en el muro de la torre y los piratas, cansados de intentar trepar,
bajaron a saquear las casas y a quemar todo lo que les viniera en gana.
Juan el recovero caminaba
hacia el Cañar por el ramblizo que muere en la playa cerca de Isla Plana,
cuando el aire le trajo una traza de humo que olfateó parándolo en seco, se
giró y vio como el cielo se teñía de negro sobre la Azohía. Percibía fuegos diseminados
por la playa y el monte y Juan, descargó
al burro de los pesados serones y lo más rápido que pudo galopó hasta Isla
Plana dando la voz de alarma a los milicianos y estos, sin demora, mandaron
aviso al cabildo de Cartagena solicitando pronta ayuda.
(continuará)
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