lunes, 17 de julio de 2023

ECO.73 LA CALABAZA

 La Calabaza, por Marco A. Santos Brandys

Yo no tuve una granja en África al pie de una colina, ni un rocín flaco ni galgo corredor. Pero sí tuve una finca en un lugar de La Mancha, de cuyo nombre sí quiero acordarme y una alegre perrita canela, cruce entre podenco y fox-terrier, que marchó hace años al cielo de los perros. La finca existe, pero ahora, fuera de mí. 

En un pueblecito situado en las últimas estribaciones de la Sierra del Segura, en uno de los lugares más bonitos de España, tuve una casa. Un pueblo conocido como la “joya serrana”, muy alegre y soleado, con pequeños edificios, las calles oliendo a leña y a pan recién horneado, árboles por los alrededores y humo saliendo por las chimeneas de las casas. 

Está enmarcado por un río de aguas transparentes y revoltosas en algunos tramos, pero tranquilas en otros, con peces saltarines visibles desde la orilla y a donde acuden pescadores de lejanos lugares para disfrutar del bellísimo entorno. Además de la trucha, es el cordero, uno de los platos preferidos de sus habitantes, pero también lo son el lomo en manteca, el rabo de cerdo y el rico gazpacho manchego, entre otros. 

Una coqueta iglesia, pequeña y moderna, situada en el centro del pueblo, está dedicada a la Virgen del Rosario, mientras que otra con cientos de años a sus espaldas y necesitando alguna que otra rehabilitación, tiene la advocación a la Virgen de la Asunción, como se llamaba mi madre. 

Ese bonito lugar de unos 700 habitantes, puede triplicar fácilmente su población durante el verano y fiestas patronales, a principios de octubre. Situado a unos 690 metros de altitud, es muy fresco, rodeado por unos paisajes idóneos para el senderista, disfrutando mientras camina, de torcaces, perdices, mirlos, palomas y arrendajos. Cortijos de vacaciones y otros dedicados a la agricultura. y unos curiosos pueblos cercanos poblados de frutales, lo rodean. Una piscina municipal, refresca al vecindario durante la canícula y las pistas polideportivas municipales, son muy frecuentadas por jóvenes deportistas. Un pueblo de gente sencilla, sana y alegre, gustándole la fiesta, las reuniones familiares, los amigos, las verbenas populares, la pesca, la caza y con 7 restaurantes, dos discotecas, una biblioteca… y sólo un policía municipal, ni más falta que hace. 

Hace años, un amigo, propietario allí de un solar, encontró la posibilidad de hacer una pequeña promoción de viviendas y sin pensarlo dos veces, acepté el encargo de hacerle el proyecto, poniéndome rápidamente manos a la obra. Casi finalizado el trabajo, me propuso quedarme con una de las viviendas y mi mujer a regañadientes, aceptó, pero no arrepintiéndose tiempo después. Hice una de las casas conforme a mis necesidades y al poco de empezar, la obra estaba acabada, resultando muy luminosa y alegre. El edificio, es el único con ascensor, siendo por ello muy conocido en el lugar. Pasé allí muchas vacaciones con mi familia, decorándola a su gusto, disfrutando del paisaje y del paisanaje. 

Desde Madrid, venían mi hija con su marido y su pequeño, gustándoles mucho. El niño se soltó enseguida y con pocos años, ya andaba suelto por las calles con sus amigos, pues todos éramos conocidos y sabiendo la respuesta a la pregunta “¿y tú, de quién eres?”. Gente risueña, amable, acogedora como si todos fuesen familia, saludándome siempre al verme, con la frase: 

- “¡Buenos días, Marco!, ¿qué giro llevas?” me decían, como queriendo averiguar mi destino. 

Me gustaba pasear acompañado de los míos, recogiendo los frutos de los árboles, cerezos, perales, almendras, higueras, viñas… así como acelgas y flores silvestres... En el horno de leña de la panadería, se llevaban las “llandas” llenas de variada comida, para hacer asados: de pollo, de cordero, de cerdo o de verduras… y que poco antes de la hora de comer, los vecinos recogían, resultando muy sabrosos hechos con calma y paciencia. Allí nos reuníamos a buscar los asados, mientras comprábamos el pan y los dulces para el postre. 

En ocasiones, paseaba con mi nieto Gonzalo por las afueras, recogiendo granadas, caracoles, almendras… y veíamos en las balsas de riego, las ranas lanzándose al agua, mientras otras seguían croando alegremente, hinchando su papada y apoyando sus largas patas en las ramas del borde del cañar, estando prontas para lanzarse en un acrobático vuelo a la balsa, junto a las libélulas, paradas en los juncos. 

En el polideportivo, disfrutábamos viendo partidos de fútbol de los jóvenes. A Gonzalo le gustaba mucho y salía al campo de entre las gradas, como un espontáneo torero, paralizando el partido, quitando el balón a los futbolistas y causando la hilaridad entre espectadores y deportistas. 

Un día, el pequeño Gonzalo y yo, encauzamos los manillares de nuestras bicicletas, hacia el camino por donde suben las vaquillas, para los tradicionales “encierros” de las fiestas, pero sin ser uno de esos días de jolgorio. Paramos cerca del apartado y coqueto cementerio, bajando de nuestras cabalgaduras, para recoger los frutos de una frondosa higuera, a los que mi hija llama “infrutescencias”, dada su formación agrícola y su particular manera de ser. En un rato, el chico ya estaba en el bancal de un huerto cercano junto a una enorme calabaza, encandilándose con ella. Pronto, escuché que me llamaba con alborozo: 

- “¡¡¡ Abu, abu, ven deprisa…!!!” 

Al llegar, comprobé que había arrancado una gran calabaza, apreciándose en ella los mimos puestos por su dueño y cuidador, para mantenerla tan grande, en el húmedo bancal. 

- “¡¡¡Gonzalo, pero qué has hecho, esta calabaza no es nuestra, está en un huerto y tiene dueño...!!!” le dije. 

- “¡Vamos a llevárnosla a casa, seguro que le gusta a la abuela y a mamá…!” dijo el chico. 

Era la típica calabaza de la Cenicienta, viéndola transformada con cierta imaginación, en una carroza, arrastrada por un blanco y brioso corcel y guiada por dos lacayos elegantemente vestidos. Acepté la situación ya irreversible de la planta arrancada, decidiendo llevármela, pero… ¿cómo?, pesaba mucho y en la mano, con las bicicletas, era difícil. 

Pensé llevarla en el “porta” de la “bici”, pero se caía. Intenté con dificultad, amarrarla con el cinturón y así lo hice, pero teníamos que ir andando porque se caía. Volvimos con la calabaza amarrada con el cinturón, al porta-equipajes, pero cada corto trecho se me caía el pantalón. Determiné que, mientras con una mano llevaría la bici, con la otra sujetaría la cucurbitácea, mientras el chico me sujetaría el calzón con una mano y con la otra, llevaría su bici. De esta guisa, recorrimos medio pueblo, hasta llegar a casa, tardando un buen rato y cruzándonos con varios vecinos, que nos decían: 

- “¿Qué giro lleváis con esa calabaza…?” 

Todo el pueblo al caer el día, ya conocía la historia, aunque nadie nos dijo nada excepto mi hija y su madre que nos echaron los perros al llegar, por semejante “hazaña”. 

La vaciamos poco a poco sin romperla mucho, por capricho del chico, convirtiéndola en una lámpara con luz interior, y estuvo pululando por casa como un fantasma cierto tiempo. Mi mujer cocinó calabaza de variadas maneras. 

Por algún sitio estará, y su recuerdo en mi cabeza. Y mi casa y las “hazañas” de mi nieto, guardadas en un lugar algo más profundo.




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