lunes, 17 de agosto de 2020

ECO.55 SABINA Y EL MILICIANO -cuento- (IV)

 SABINA Y EL “MILICIANO” (IV), por Eva Sevilla Cervantes

 (continuación)

 El sol se ponía tras los montes de Mazarrón vistiendo de rojo el cielo, como la capa de Sabina y la sangre del padre ausente. Preludio de una sinfonía mortal en la orilla de la playa porque los milicianos, pertrechados con mosquetes y cuchillos acudieron en ayuda de los vecinos de La Azohía, darían su vida si fuese necesario y lo iba a ser.

La madre de Sabina no la dejaba asomarse por la almena así que desde la posición que tenían, sentadas en el suelo, solo acertaban a ver humo y a oír algún grito desgarrador de Martin… los piratas se estaban divirtiendo a costa del pobre hombre. Las mujeres rezaron para que la muerte no tardara en llevárselo. No volvieron a oírlo.

Cayó la noche con el peso del miedo en los corazones solos. Sabina acurrucada en el regazo de su madre lloraba en silencio. La madre, ya no tenía lágrimas, intentaba tranquilizar a la joven cantándole muy bajito la nana que de pequeña, la embelesaba y dulcemente, acompañada de las notas Sabina se quedó dormida, su madre deshizo el hato para taparla con la capa y cayó el cuchillo a sus pies, lo miró fijamente y luego a su hija, su pequeña. Tenía que ser fuerte y no permitiría que le hicieran nada, nada… en absoluto. Si fuese necesario ella podía usar el cuchillo con la precisión de un matachín con Sabina, que abrió los ojos sobresaltada por la andanada de cañonazos que impactaban en el monte.

Una galeota apostada en el pequeño pantalán disparaba a tierra, la torre temblaba en cada impacto y se escuchaban gritos de guerra ensordecidos por los mosquetes que intentaban reducir a los piratas. ¡Los milicianos, han venido los milicianos! gritó la madre de Sabina y se le encendieron los ojos, sintió esperanza y tiró el cuchillo abrazando a su hija. Pero los milicianos eran pocos y la artillería pesada del corsario no era comparable a sus escasos recursos y se vieron obligados a correr y esconderse por las cuevas que hay en el cabezo a la espera de refuerzos. En el tumulto, Matías había caído de bruces en la playa al enfrentarse con un pirata antes de que la galeota hiciera su aparición. Luchó cuerpo a cuerpo recibiendo golpes mientras asestaba cuchilladas que ensangrentaban sus ropas, se hundió en el agua con el pirata agarrándole por el cuello para que se ahogara. Matías se debatió, pero le faltaba el aire. La fuerza que le atenazaba le mataba, no podía más, los pulmones le estallaban y entonces una bocanada de agua le entró de golpe y en segundos ya no luchaba, pero un brillo semienterrado en la arena, le recordó la sonrisa de Sabina y como el ave fénix resurgió de sus cenizas, Matías volvió del más allá y se levantó volviéndose contra el pirata dándole una puñalada en el corazón. Matías jadeaba en pie contemplando el cuerpo inerte, le dio la espalda y se arrodilló, tanteó el fondo en busca del pequeño espejo, lo encontró y lloró con él entre las manos pensando en la joven que quizá aún viviera refugiada en la torre Santa Elena.

(continuará)

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