El tomate embotellado, por Marco A. Santos Brandys
Recuerdo al caer la tarde a
finales del verano, cuando reunida toda la familia bajo la gran sombrilla de
palmas en el altozano de la casa de vacaciones, contemplábamos a lo lejos, el
"Monte de las cucalas" y sus graznidos, al otro lado "La Mujer
muerta" de la Sierra de Tercia, escuchábamos el croar de las ranas abajo,
en las charcas del “Balsón” de la rambla de Lévor, los "abejarucos"
volando sobre nuestras cabezas con su “pi-pi-pi”, las jácaras de las perdices
en la cercana "Piedra Lisa" y soplando un leve viento, hablábamos de
los acontecimientos del día.
Descansaba la bota de vino en el
respaldo de una mecedora; sobre la mesa un plato con cacahuetes y otro con
olivas negras, tan a gusto de la abuelita, mientras olíamos la cena haciéndose
en la cocina al otro lado de la casa. Un "quinqué", un carburo y un
"petromás" como convidados de piedra, estaban dispuestos a
encenderse.
Mientras limpiaba la escopeta, la
caza, las excursiones a recoger higos o uvas del parral, el baño matutino en la
balsa de riego, el embotellado del tomate pelado para meter en el horno, la
necesidad de hacer pan Encarnación en el horno o las cuentas de mi padre con el
"Tío Juan" sobre la “majinca”, el riego o la escarda, eran los
temas normales de conversación y se preparaban los quehaceres de la siguiente
jornada, con las últimas luces de la tarde. Escuchaba las canciones tocadas al
piano por la abuelita o en el gramófono una ranchera; mis hermanas jugaban
bailando con mi madre en el gran salón, mi hermano paseaba con su bastón con
una mano en el bolsillo guardando el equilibrio, y los perros jugueteaban con
las deambulantes gallinas y pavos o descansaban su fatiga tumbados sobre la
tierra.
Son parte de los recuerdos que
discurren por mi cabeza, ahora puesta en otros horizontes, mientras veo
ocultarse el sol vespertino y contemplo las nubes de algodón volando por mi
ventana, en estos días de otoño.
Recuerdo el día que tocaba pelar
el tomate para embotellar y meter en el horno. La faena comenzaba pronto por la
mañana, aunque nuestra diversión empezaba por la tarde. Esta actividad
realizada tras la recogida del fruto marcaba la llegada del otoño, garantizaba
su almacenamiento y uso para todo el año. Los tomates muy maduros, podían
embotellarse en trozos o triturados, pero los solíamos embotellar en trozos;
primero pelándolos bien lavados, escurriéndolos para quitarle la parte más
jugosa y las semillas. Se troceaban en un barreño y finalmente se ponían en
botellas de cristal limpias. Normalmente utilizábamos un palo para «embutir»
los tomates. Después se ponían a hervir para esterilizarlos al “baño maría” o
al “horno moruno” y luego se almacenaban. Se añadía una pizca de sal y un poco
de aceite antes de taparlos, o un diente de ajo, según gustos. El uso de estos
productos tradicionales de esta tierra, se convierte en una estrategia para el
abastecimiento, que garantiza el mantenimiento de todo lo que rodea a las
huertas.
En esta actividad, se reúnen
pequeños grupos y el consumo se realiza en el ámbito familiar y en raras
ocasiones se venden como productos locales. El embotellado representa un
momento central en el ciclo productivo de las huertas, que marca el paso estacional
del verano al otoño y es ocasión para seleccionar las mejores semillas para la
siembra de años sucesivos. Este saber es transmitido de madres a hijas en el
ámbito doméstico.
Nuestros labradores, los añorados
“Tío Juan” y su mujer Encarnación con sus hijos, expertos en estos menesteres,
ya estaban a primera hora de la mañana buscando las botellas necesarias, los
tapones de corcho nuevos, el esparto, que si no estaba picado, había que
hacerlo, los lebrillos, los afilados cuchillos o navajas y por supuesto varios
kilos de tomates maduros, bien lavados, para embotellar.
Se picaba el esparto con el mazo
cilíndrico de madera sobre el tocón de un grueso pino, situado bajo la sombra
de otro pino en la fachada de la casa, en un sitio con espectaculares vistas a
la finca, -aunque la verdad, lo eran desde cualquier lugar- humedeciendo la
fibra vegetal previamente con agua, para deshilachar y flexibilizar lo
suficiente. También había que preparar las finas varitas de caña pelada, los
delantales –“delantares”-, un balde de agua, las sillas de anea… y unos
guantes de goma para los más delicados, pues con la operación de pelar y cortar
tomate, te picaban las manos lo suyo.
Seguido al almuerzo, una ligera
siesta y acto seguido empezaba la faena se pelar el tomate, reuniéndonos 10 o
12 personas, alrededor de 2 o 3 mesas con dos lebrillos cada una: uno grande y
otro más pequeño encima y vuelto del revés, para almacenar en el fondo del
primero, el zumo del tomate escurrido y dejar en los bordes el tomate pelado y
partido. La operación era simple, con el filo de la navaja se le pasaba al
tomate entero por la piel y luego fácilmente podía pelarse y partir, quitándole
la piel, el “pedículo” y los restos del “cáliz” que se desechaban para los
animales. Luego se partía en rodajas y se ponía en el lebrillo que cada cierto
tiempo iba vaciándose del líquido y de los trozos partidos, que se iban
depositando en otro recipiente.
Una vez acabada la operación,
íbamos introduciendo los trozos de tomate en las botellas limpias y hervidas
ayudándonos de las varitas de caña. Después las introducíamos en el horno a no
mucha temperatura y cierto tiempo. Luego el “Tío Juan” taponaba con corcho las
botellas llenas para después con las fibras de esparto, los aseguraba y
embridaba con un nudo rápido y especial, simple pero seguro. Resultaba un
tomate riquísimo y muy duradero que todavía me sabe al paladar, abasteciéndonos
todo el año.
Ahora lo compro enlatado de
fábrica, resultando buenísimo, pero algo distinto…
Pasarán otras cosas, pero
volverán las oscuras golondrinas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se ruega NO COMENTAR COMO "ANÓNIMO"