jueves, 2 de mayo de 2024

ECO.78 EL TOMATE EMBOTELLADO

El tomate embotellado, por Marco A. Santos Brandys

 

Recuerdo al caer la tarde a finales del verano, cuando reunida toda la familia bajo la gran sombrilla de palmas en el altozano de la casa de vacaciones, contemplábamos a lo lejos, el "Monte de las cucalas" y sus graznidos, al otro lado "La Mujer muerta" de la Sierra de Tercia, escuchábamos el croar de las ranas abajo, en las charcas del “Balsón” de la rambla de Lévor, los "abejarucos" volando sobre nuestras cabezas con su “pi-pi-pi”, las jácaras de las perdices en la cercana "Piedra Lisa" y soplando un leve viento, hablábamos de los acontecimientos del día.

Descansaba la bota de vino en el respaldo de una mecedora; sobre la mesa un plato con cacahuetes y otro con olivas negras, tan a gusto de la abuelita, mientras olíamos la cena haciéndose en la cocina al otro lado de la casa. Un "quinqué", un carburo y un "petromás" como convidados de piedra, estaban dispuestos a encenderse.

Mientras limpiaba la escopeta, la caza, las excursiones a recoger higos o uvas del parral, el baño matutino en la balsa de riego, el embotellado del tomate pelado para meter en el horno, la necesidad de hacer pan Encarnación en el horno o las cuentas de mi padre con el "Tío Juan" sobre la “majinca”, el riego o la escarda, eran los temas normales de conversación y se preparaban los quehaceres de la siguiente jornada, con las últimas luces de la tarde. Escuchaba las canciones tocadas al piano por la abuelita o en el gramófono una ranchera; mis hermanas jugaban bailando con mi madre en el gran salón, mi hermano paseaba con su bastón con una mano en el bolsillo guardando el equilibrio, y los perros jugueteaban con las deambulantes gallinas y pavos o descansaban su fatiga tumbados sobre la tierra.

Son parte de los recuerdos que discurren por mi cabeza, ahora puesta en otros horizontes, mientras veo ocultarse el sol vespertino y contemplo las nubes de algodón volando por mi ventana, en estos días de otoño.

Recuerdo el día que tocaba pelar el tomate para embotellar y meter en el horno. La faena comenzaba pronto por la mañana, aunque nuestra diversión empezaba por la tarde. Esta actividad realizada tras la recogida del fruto marcaba la llegada del otoño, garantizaba su almacenamiento y uso para todo el año. Los tomates muy maduros, podían embotellarse en trozos o triturados, pero los solíamos embotellar en trozos; primero pelándolos bien lavados, escurriéndolos para quitarle la parte más jugosa y las semillas. Se troceaban en un barreño y finalmente se ponían en botellas de cristal limpias. Normalmente utilizábamos un palo para «embutir» los tomates. Después se ponían a hervir para esterilizarlos al “baño maría” o al “horno moruno” y luego se almacenaban. Se añadía una pizca de sal y un poco de aceite antes de taparlos, o un diente de ajo, según gustos. El uso de estos productos tradicionales de esta tierra, se convierte en una estrategia para el abastecimiento, que garantiza el mantenimiento de todo lo que rodea a las huertas.

En esta actividad, se reúnen pequeños grupos y el consumo se realiza en el ámbito familiar y en raras ocasiones se venden como productos locales. El embotellado representa un momento central en el ciclo productivo de las huertas, que marca el paso estacional del verano al otoño y es ocasión para seleccionar las mejores semillas para la siembra de años sucesivos. Este saber es transmitido de madres a hijas en el ámbito doméstico.

Nuestros labradores, los añorados “Tío Juan” y su mujer Encarnación con sus hijos, expertos en estos menesteres, ya estaban a primera hora de la mañana buscando las botellas necesarias, los tapones de corcho nuevos, el esparto, que si no estaba picado, había que hacerlo, los lebrillos, los afilados cuchillos o navajas y por supuesto varios kilos de tomates maduros, bien lavados, para embotellar.

Se picaba el esparto con el mazo cilíndrico de madera sobre el tocón de un grueso pino, situado bajo la sombra de otro pino en la fachada de la casa, en un sitio con espectaculares vistas a la finca, -aunque la verdad, lo eran desde cualquier lugar- humedeciendo la fibra vegetal previamente con agua, para deshilachar y flexibilizar lo suficiente. También había que preparar las finas varitas de caña pelada, los delantales –“delantares”-, un balde de agua, las sillas de anea… y unos guantes de goma para los más delicados, pues con la operación de pelar y cortar tomate, te picaban las manos lo suyo.

Seguido al almuerzo, una ligera siesta y acto seguido empezaba la faena se pelar el tomate, reuniéndonos 10 o 12 personas, alrededor de 2 o 3 mesas con dos lebrillos cada una: uno grande y otro más pequeño encima y vuelto del revés, para almacenar en el fondo del primero, el zumo del tomate escurrido y dejar en los bordes el tomate pelado y partido. La operación era simple, con el filo de la navaja se le pasaba al tomate entero por la piel y luego fácilmente podía pelarse y partir, quitándole la piel, el “pedículo” y los restos del “cáliz” que se desechaban para los animales. Luego se partía en rodajas y se ponía en el lebrillo que cada cierto tiempo iba vaciándose del líquido y de los trozos partidos, que se iban depositando en otro recipiente.

Una vez acabada la operación, íbamos introduciendo los trozos de tomate en las botellas limpias y hervidas ayudándonos de las varitas de caña. Después las introducíamos en el horno a no mucha temperatura y cierto tiempo. Luego el “Tío Juan” taponaba con corcho las botellas llenas para después con las fibras de esparto, los aseguraba y embridaba con un nudo rápido y especial, simple pero seguro. Resultaba un tomate riquísimo y muy duradero que todavía me sabe al paladar, abasteciéndonos todo el año.

Ahora lo compro enlatado de fábrica, resultando buenísimo, pero algo distinto…

Pasarán otras cosas, pero volverán las oscuras golondrinas...




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