BLAS, EL PESCATERO, por Marco A. Santos Brandys
No tenía aún la edad de hacer la Primera Comunión y ese día primaveral, no había ido al colegio. En esa época, con que estuvieses un poco malo, no ibas a clase, bastaba con que tosieses, te doliese un poco la barriga, tuvieses angustia o algunas décimas de fiebre y te quedabas en casa, no en la cama lógicamente, pues tan malo, tan malo… tampoco. Al cole solo íbamos por la mañana y las tardes, a jugar en el jardín o en la calle…
Dos veces por semana, normalmente los martes y los viernes, el pescatero Blas, se pasaba por casa, a media mañana, para vender su mercancía. Conducía una vieja bicicleta en donde detrás, llevaba un "columpio" de madera, con el pescado. Yo le oía gritar al llegar:
-“¡El pescatero Blas, saltando van...!” colocando su vehículo junto a la pared de casa. Y mi madre, al escucharlo, salía para comprarle lo necesario.
Mi hermano y yo, cuando no había cole, sabíamos los días y la hora en que pasaba por casa y estábamos pendientes. Al notar su presencia, acudíamos rápidamente, dondequiera que estuviésemos, para verle. Su amabilidad, su cierta edad y un rudo aspecto de militar soviético, con una boina negra ajustada y la carga que llevaba, nos imanaba para estar junto a él.
Nos emocionaba verlo y al aparecer, me cogía del brazo para enseñarme la maravillosa carga que transportaba, en la caja de su bicicleta. Peces con extraño aspecto, espíritus del mar, algún caballito perdido, otros de innombrable nombre, algas, peces grandes y pequeños, algunos que parecían culebras... de distintos colores y formas en donde, podías imaginar libremente sus historias. Y algún pulpo que, por desgracia, sin estar a la hora ni en el sitio adecuado, había encontrado un mal asiento en esa caja de madera sin cruz, de la bicicleta.
Pero sobre todo, me gustaba ver a los cangrejos, vivos y coleando, pensando en escaparse por cualquier rendija. Yo mirando con recelo, intentaba ponerlos en su lugar con cuidado, a lo que Blas, pacientemente, me enseñaba.
-"Si los coges por los lados, con estos dos dedos, no pueden picarte..."- me decía, mientras ejecutaba la acción y yo como aprendiz aventajado en esa singular escuela, aprendía a no temerle a esas terribles pinzas. Mientras tanto, el pulpo acompañante, pretendía zafarse del restringido receptáculo, abrazando con sus brazos de pegajosas ventosas, cualquier objeto que le permitiese obtener su ligera libertad, fuera del agua salada.
Luego, el oficial soviético, nos regalaba a mi hermano y a mí, varios cangrejos para que mi madre nos los preparase. Ella los hacía hervidos, con agua de mar o a su falta, con un poco de sal, intentando identificarlos con su medio ambiente. Yo no quería ver como esos espontáneos compañeros de juegos, poco a poco perdían su oscuro color pardo verdoso original y se iban poniendo colorados, perdiendo su capacidad de movimiento, hasta quedar inmóviles. Al final, ellos y yo, dejábamos de sufrir. Pero la congoja, me duraba algún tiempo.
Al principio, se me atragantaba comerme esos compañeros de juegos, pero después de quitarle mi hermano el "reloj" -sin entender la causa- y abrirlo, me lo daba abriéndolo, gustándome su crujiente y profundo sabor a mar.
Con el tiempo, al ver en los restaurantes, a sus primos los centollos, los bueyes de mar y las nécoras, me acuerdo de Blas “el pescatero” y nuestros amigos, los cangrejos, haciéndoseme un nudo en la garganta.
Mi nieto, los pesca con el tridente y un salabre y mientras lo miro, hago una mueca, miro adelante y hago una muesca con la boca.
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