BALTASAR, EL RECOVERO, por Marco A. Santos Brandys
En estos tiempos de mal fario por culpa de un virus haciendo de las suyas y teniéndonos a todos con el corazón compungido, pensamos en los mejores tiempos pasados. Me recuerda mi amigo Iker, los años en que teníamos el ímpetu de la juventud y una salud sin achaques. Recordamos los momentos en donde estar con las personas queridas ahora ausentes, nos hacía muy felices.
Pasábamos la familia los fines de verano en Carivete, en nuestra finca de vacaciones, a cierta distancia de Totana, en plena sierra de Tercia, con la casa junto a la de los labradores. Todos los días eran especiales, ya fuese fabricando pan en el horno moruno, dando de comer a los animales, embotellando tomate, regando el huerto, recogiendo la aceituna, almendra o naranja, festejando con los vecinos, bailando al son de la música de los discos de grafito del gramófono, de vinilo del pick-up o del piano de mi abuela, haciendo un arroz con leña, marchando de excursión, cazando… o simplemente, estando allí.
Según la RAE, un "recovero" es quien compra huevos, aves de corral y conejos, para revenderlos. Pero Baltasar, nuestro recovero, persona entrañable, era algo más y ese día de finales de Septiembre cuando venía, era especial. Las risas y bromas duraban todo el día, desde su venida a media mañana, hasta su ida, por la tarde. Al verlo acercarse en su furgoneta asomando por el Portichuelo, nos avisaba con la bocina de su coche con tres "pi, pi, piiiiiii..." y al oír esa letra del alfabeto Morse, todos acudíamos deprisa a su encuentro, como si de un singular circo se tratase, saltándonos cualquier otra actividad que estuviésemos haciendo. Y al grito de:
-"¡¡EL RECOVEROOOO...!!", corríamos todos con algarabía para verlo llegar, subiendo por la polvorienta cuesta del camino.
Llegaba como un rey mago, cargado de objetos para vender, además de para llevarse algunos de los productos de la finca: huevos, conejos, naranjas, olivas, almendras, algarrobas... Le cuadraba el nombre y hacía algo más que ejercer su trabajo: entretenernos.
Personaje singular, con una edad indefinida pero bien pasada la cincuentena, vestía con aspecto algo desgalichado, con la camisa remangada y desabrochada, remetida en el corto pantalón, cosa extraña para la chiquillería, ver así a un hombre de su “edad”. Un sombrero “pavero” y albarcas o esparteñas, que él mismo trenzaba, completaban los dos extremos de su fornida fisonomía.
Conducía Baltasar, una furgoneta, -que sería una DKW o una Citroën 2 CV-, con sus entrañas repletas de variopintos objetos que, una vez vaciados del coche y extendidos por el suelo del salón, comenzaba a enseñarnos, acomodados en sillas de anea. Era como cuando los buhoneros vendían a los nativos, su variada quincallería, en las viejas películas.
Aparte de comprarnos conejos y huevos, pesaba la almendra, la oliva o la algarroba, en una "romana", artilugio con muchos ganchos y pinchos deambulantes, maravillándome yo de la soltura mostrada al manejar, pues sabiendo que aquel mecanismo debía equilibrarse, antes de parase su vaivén, él decía conociendo el resultado y alzando la voz:
-"SIETE Y MEDIO CON TARA...." o lo que fuese.
Entre los distintos objetos, había sartenes, tijeras, agujas, telas e hilos de todo tipo, jarapas, esparteñas, botijos,.. y hasta cajas de cartuchos del 12 para las escopetas de caza, regalando mi padre algunas al “Tío Juan” y aprovechándome yo también en recoger varias, previa licencia suya, así como alguna nueva navaja, reluciente y afilada.
Una vez cumplimentada la operación de compraventa, nos remojábamos el gaznate, vaciando gran parte del vino de la bota ó agua con anís, acompañando con cacahuetes, almendras, embutido, tomate, bacalao con habas… o lo que se terciase.
Sabía Baltasar tocar la guitarra y siempre, había al final un tiempo para la fiesta, junto con el Tío Juan “Rita”, repentizando trovos, cantando malagueñas, parrandas y jotas.
Después de puestos a punto de las últimas noticias, se producía la despedida de rigor. Cargaba la mercancía y montaba en su carruaje mecánico, enfilando al horizonte, desapareciendo lentamente en la lejanía, haciendo mutis por el polvoriento camino, despidiéndose moviendo su mano por la ventanilla. Lanzaba un "pi, pi, piiiiiii", con el coche al pasar a la altura del Portichuelo, como a su llegada, mientras yo interpretaba: "dos puntos y una raya..."
Esta situación se repitió varios años, aunque aparentemente el tiempo no pasaba por él y se mantenía con ese jovial aspecto, parecido al del gran actor Ángel de Andrés, al que a mí, mucho me recordaba en su físico y maneras.
En los últimos años, por la finca no volvió a aparecer. Quizás esté con su carruaje andando por otros caminos, algo menos polvorientos, intentando vender sus variados objetos, a quienes nunca los van a necesitar.
Genio y figura.
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