RELATO, por Sonia Petisco
Me
sorprendí en una de estas últimas y
soleadas mañanas del invierno llegando al faro de la Playa de la Salemera en la
Isla de Santa Cruz de la Palma. Un camino de arena volcánica que me recordaba
poderosamente a la ruta que solía hacer con mis padres en un jeep hasta la
Playa de la Muela en Lanzarote cuando me daban las vacaciones de Navidad. El
paraje era apocalíptico con unos grandiosos acantilados, un profundo silencio,
un fantástico olor a salitre y un azul
más intenso de lo normal o al menos a mí me lo pareció. No sé cómo había
logrado llegar a este lugar tan sibilino. Un hombre risueño estaba pescando, y en
la orilla había una serie pareada de barquichuelas. Me acerqué a una de las
cabañas ubicadas en la misma playa, donde todavía viven algunas gentes, entre
ellas Aquilina, con quien simpaticé vertiginosamente.
“Tengo viejas recién
pescadas y boniatos asados, ¿quieres comer, primor?” Aquilina llevaba un bonito
pañuelo de cuadros atado en la cabeza para protegerse del sol, y sus ropas eran
extremadamente humildes. En la entrada de su casa, tenía dos jaulas con
canarios y un loro, llamado Lola, que repetía su propio nombre, diciendo, “hola, hola, hola Lola”. Lo que más me
impactaba es que se reía como los humanos..., ¡una risa!... Comimos de delicia,
nunca había probado un mojo verde casero tan rico, y todo se le hacía poco para
llenar el plato, canturreando graciosamente “¡por la muerte, por la vida, lo primero
es la comida!” En la sobremesa me contó todas las aventuras y desventuras
de su vida: ocho hijos, marido "putañero" y vago, y ella luchando
siempre para sacar a sus retoños adelante con ayuda de los vecinos. Me confesó no sin cierto sonrojo que no sabía
leer ni escribir, que le hubiera gustado estudiar, “el gobierno daba becas, pero mi abuela dijo que no, que tenía que cuidar
de las cabras"..., señalando con desdén el lugar de arriba en las
montañas donde estaba la casa en la que había nacido.
Más
tarde llegó Nieves, amiga de Aquilina, despotricando también del marido, que no
la hacía caso, que se pasaba los días en Tazacorte cuidando de las plataneras.
Me llevó a su casa, me obsequió con mojo rojo elaborado por ella y cilantro de
su huerto, y me presentó a su hija, que se acababa de separar y estaba sin
trabajo... luego me hizo un inusitado recorrido por la pequeña aldea, “¡tiene hasta iglesia!” me decía,
refiriéndose a una minúscula casita que hacía las veces de espacio sagrado con
la virgen del Carmen en una pequeña hornacina.
Finalmente,
me dirigí a casa de Aquilina para recoger mis cosas y despedirnos. Ella me
regaló, sin saber, lo más hermoso, me lo ofreció como una revelación, al menos
a mí me lo pareció. Regresé alegre a las Breñas, prometiéndole volver de nuevo.
Pero olvidé mi sombrero blanco. Al día siguiente, recibí una llamada suya
diciéndome que se lo quedaba como recuerdo mío... ¡Claro, claro, cómo no se me
habría ocurrido antes, si era lo que yo más hubiera deseado! Pensé en
Stevenson: “sin encanto todo lo demás es inútil, con encanto todo lo demás viene
por añadidura”. Ahora ya
vivimos unidas en el palpitante corazón de lo eterno para siempre!!! ¡¡para
siempre!! Ciertamente inolvidable.
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