Desde pequeños hemos aprendido a no equivocarnos.
El miedo al ridículo o a que nuestros padres o profesores nos regañaran nos
hacía hacer todo lo posible para que no se notara. Cuantas veces hemos mentido:
¡yo no he sido! Para no asumir la responsabilidad, el castigo… Según hemos ido
creciendo ese patrón ha seguido repitiéndose y si no somos capaces de darnos
cuenta, no podremos cambiarlo. Cuando tenemos que demostrar a los demás que
somos los más listos, los más guapos o los que mejor cantan, cuando pasamos la
vida comparándonos con los que nos rodean, dejamos de ser auténticos, dejamos
de ser nosotros para demostrar al mundo lo que valemos y así, continuamos
fingiendo, mintiendo. La humanidad vive sumida en una gran mentira, porque
muchas veces no somos capaces de decir lo que sentimos, lo que pensamos, lo que
nos gustaría realmente hacer, para no dañar a la persona con la que nos estamos
relacionando.
Nadie nos ha dicho jamás que equivocarse está
permitido, es más, equivocarse es importante para nuestro aprendizaje, es la
forma de mejorar. Nadie nace sabiendo, todos tenemos que pasar por un proceso
de ensayo error con todo lo que vamos aprendiendo en nuestra vida. Perseverar
es lo que hace que cada vez lo hagamos mejor, sea lo que sea: conducir,
cocinar, leer, montar en bicicleta, incluso ser mejor persona o amar a los
demás, porque cuanto más practicamos mejor lo hacemos.
Pero como nos pasamos la vida tratando de
demostrar que somos infalibles y pensamos que los demás pueden reírse de
nosotros cuando nos equivocamos. Preferimos disfrazarnos de otro que nos
sustituye, uno más listo, más capaz, que sabe hacerlo todo mejor; y viviendo en
la mentira, perdemos el norte. ¿Quién no ha “distorsionado” la realidad en su
curriculum vitae? ¿Quién no ha puesto que tiene un nivel medio en inglés o
cualquier otra destreza, porque se siente inferior al reconocer la verdad? En
lugar de plantearnos el subsanar eso que vivimos como una deficiencia, es
decir, volver a estudiar o aumentar los conocimientos en algo que es importante
en nuestra vida, preferimos mentir.
Pero ahí no termina la cosa. Hay más ámbitos en
los que no somos capaces de asumir la realidad. Cuando nuestras relaciones no
van bien con nuestra pareja, hijos, padres, hermanos o amigos, siempre tendemos
a echar la culpa a los demás. Nos cuesta mucho trabajo admitir que nosotros
estamos igual de implicados en la generación del problema y por lo tanto en su
solución. Cuando los demás no piensan, dicen o hacen las cosas a nuestro modo,
nos enfadamos. No entendemos que la base del respeto es aceptar que cada uno
tiene su forma de pensar y de hacer las cosas. Todos somos diferentes,
influenciados por un pasado y unas vivencias diferentes. Cada uno tiene su
propia verdad y no tenemos por qué estar de acuerdo con ella, pero sí
respetarla. Tendemos a pensar que nosotros estamos en posesión de la verdad y,
por tanto, todo el que no piense como nosotros está equivocado. En las familias
y entre amigos, las personas dejan de hablarse, para siempre, cuando muchas
veces se podría solucionar conversando, aclarando la situación y, por encima de
todo, aceptando al otro como es.
Según la Tradición Oriental, nacemos con una
cantidad de energía determinada que vamos gastando según van pasando los años.
Si hacemos excesos, esa energía se evapora más rápidamente. Si cuidamos nuestra
salud, haciendo ejercicio moderado y teniendo una dieta saludable, la energía
se consume más lentamente y podemos llegar a mayores con un buen estado de
salud. Pero hay que tener muy en cuenta que nuestra forma de pensar también
puede perjudicarnos o ayudarnos con nuestra calidad de vida. La forma en que
pensamos influye directamente en nuestra forma de sentir. Últimamente, se habla
en todos los medios del pensamiento positivo; pero, generalmente, no lo ponemos
en práctica. Cuando invertimos nuestro tiempo en dar vueltas a las cosas que
nos hacen daño, a pensar en personas con las que tenemos graves
diferencias, perdemos gran cantidad de
energía, nos hacemos daño sin darnos cuenta. Nuestra forma de pensar y sentir
incide directamente en nuestra salud, por eso es tan importante vigilar a nuestra cabeza. No dejemos
que se enrede en cosas, que por el momento no tienen solución. No dejemos que
se regodee en historias pasadas, que nos han generado dolor, porque eso, amigos,
no nos lleva a ningún lado y, encima, nuestra energía se pierde, como si
dejáramos el grifo abierto…
Por tanto, para poder vivir una vida saludable en
la que realmente estemos a gusto con nosotros mismos y con los demás tenemos
que comenzar por ser más flexibles. Nos exigimos mucho a nosotros mismos. A lo
mejor, es el momento de darse cuenta de que no hay nada malo en equivocarse,
que no hace falta ser el mejor ni demostrar nada, que no es necesario tener
siempre la razón. A lo mejor ha llegado el momento de empezar a ser como somos,
sin miedo a fracasar, sin tener que competir para sobresalir, solo ser lo que
uno realmente quiere ser, haciendo lo que realmente hace vibrar al corazón. A
lo mejor, ya ha llegado el momento de ser más conscientes de lo que pasa
diariamente por nuestra cabeza, para guiar esos pensamiento hacia lugares más
sanos, más tranquilos. Aceptemos y aceptar a los demás y asumir la
responsabilidad, nunca culpabilidad, de que todo lo que pasa en nuestra vida
está principalmente relacionado con nosotros y quizá, solo quizá, está ahí para
que aprendamos a vivir de una forma diferente. A lo mejor, ha llegado el
momento...
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