LAS CAMPANAS, por Marco A. Santos Brandys
Vamos a comenzar la temporada navideña, en donde vemos entre otras cosas muy frecuentemente, campanas de todos los colores y tamaños, adornadas con hojas de acebo, por todos sitios: en los adornos luminiscentes de las calles, en los cipreses decorados, en las cajas y papeles de envolver regalos, en… todos los lugares. Y en estas fechas, nos acordamos más que nunca de las personas queridas, presentes o no, de las velas encendidas, de los renos voladores, de los ángeles anunciadores de la buena nueva, de los “belenes” que empiezan a resurgir de nuevo de su letargo anual, de los portales de corcho y musgo con una estrella reluciente encima del adintelado Sagrado Nacimiento. Pero yo, no solamente me acuerdo de las campanitas en esta época navideña. Me acuerdo de ellas, siempre.
No pierdo ocasión de contemplar siempre que puedo en mis correrías por los distintos lugares de España, las campanas, -algunas de ellas enmudecidas por el tiempo-, en los campanarios, las espadañas y las torres de las innumerables iglesias, siendo una de mis aficiones favoritas, elevar los ojos y contemplarlas sobre el fondo azul.
Ya de pequeño, me levantaba por las mañanas escuchando las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de Loreto, en La Ciudad del Aire, en San Javier, muy cerca de mi primer colegio, y las seguía oyendo cuanto más me acercaba para ir a clase.
Más tarde, ya en Cartagena al comenzar el Bachillerato, empecé a oír las raras campanadas surgidas de la iglesia del Carmen, a las que por su singularidad, me empezaban a poner nervioso, porque me recordaban la hora de levantarme para ir al Instituto Jiménez de la Espada, al cual no fui mucho tiempo, pero el suficiente para empezar a ponerme actualizado en los deberes matutinos.
Estuve unos pocos años sin escuchar campanas de ningún tipo, solo al salir y deambular por la calle desde la casa de Romero Robledo, cerca de los soportales del Ministerio del Aire, en Madrid, pero de una forma irregular y dispar. Me gustaban, pero solo me indicaban la cercanía de alguna Iglesia, de entre las muchas de esta capital.
Cuando mi familia cambió de casa y llegamos a la de la calle Aviación Española, ya iniciándome en la adolescencia, empecé a escuchar limpiamente las campanas de la iglesia de Santa Rita, a las que seguía escuchando tras un nuevo cambio de vivienda a la calle de Guzmán el Bueno, dada la cercanía entre ambas. La moderna iglesia de Santa Rita, fue nuestra iglesia mucho tiempo. En ella, una señora muy mayor debido a su incontinencia, a veces se orinaba durante la misa de 12 de los domingos, dejando un charco de un líquido amarillento en el suelo, y yo iba a buscar donde se sentaba la susodicha para descubrir el escape, como un policía descubre a un ladrón.
A veces, al ir contento a buscar a mi reciente novia, escuchaba las campanas de la iglesia de “Los Sagrados Corazones”, en la esquina de la calle Marqués de Urquijo con la de Ferraz, tan de moda últimamente, o la del “Buen Suceso” en Princesa. Recién casado, escuchaba las de la parroquia de “Nuestra Señora de los Dolores” en la calle de San Bernardo, lugar de grato recuerdo, y comenzando la vida de casado y una niña. En esa parroquia participamos en algunas actividades e hizo mi hija la Primera Comunión. Guardo pocas fotos de ese día porque al fotógrafo seleccionado por la parroquia en la comunión múltiple, se le olvidó poner carrete a la cámara y a los padres nos recomendaron no hacer fotos para no distraer a los niños. Cosas…
Al trasladarnos a vivir a Murcia, cerca de la Catedral, empecé a escuchar nítidamente y cada cuarto de hora -excepto cuando por la noche enmudecían hasta las 6 de la mañana- las notas variadas de las campanas de la torre de esa gran iglesia, acostumbrándome pronto. También me son muy familiares, el sonido de las campanas que en su tañer me producen las de las iglesias de Santo Domingo, de las Anas y de las Claras, de esta ciudad. Pasé un tiempo al mudarme de casa a las afueras, sin escuchar campana alguna por vivir en plena huerta, solo lejanamente y de vez en cuando, e intentaba descubrir el lugar de donde provenía el sonido. Es curioso que sea el sonido de las campanas, los gritos de los niños, el ladrido de los perros y el pitido del tren, los últimos en dejar de oírse al montar en globo y comenzar tu ascensión por los cielos…
Ahora desde casa, no escucho campana alguna pues solamente oigo la campana sorda y monótona del tranvía circular, que empieza a funcionar a las 6 y media en punto de la mañana. Es por lo que, desde la oscuridad de mi habitación, conozco la hora sin necesidad de mirar el reloj, incitándome a levantarme. Escucho como una voz que me dice:
- “Ya está bien, dormilón”.
Pero no es lo mismo escuchar las campanas de una iglesia, que la del tranvía. Me pone más ufano pensar en un monaguillo alzando el vuelo impulsado por la cuerda del badajo de una alegre campana oscilante, que el conductor del tranvía tocando un botón.
¡Qué le voy a hacer!
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