"Turistas extranjeros" por la zona de Cartagena y Mazarrón, en los siglos XVIII y XIX (V), por Paco Acosta
(continuación)
ISABELLA FRANCESCA ROMER
(1798-1852)
Escritora británica, adquirió
relevancia por sus relatos de viajes. En 1842, pasó por España, y entre otros
recorridos realizó una travesía en barco desde Barcelona a Cádiz, por la costa,
como pasajera a bordo de “El Rubí”. Publica
en 1843 una obra que titula The Rhone the Darro and the Guadalquivir. A
summer ramble In 1842, en la que recoge sus impresiones del viaje (y
bastantes tópicos, costumbres, etc. que “saca” de narraciones de anteriores
viajeros).
En su breve estancia en Cartagena
(unas pocas horas, pues desembarcó por la mañana y regresó al barco a
desayunar…), parece que tuvo tiempo de ir a todas partes, y tener una impresión
general de la ciudad y sus gentes. Describe el Puerto, “uno de los
mejores del mundo por encontrarse al total resguardo de todos los vientos”;
dice que “está fuertemente defendido por poderosas baterías”; y comenta
también: “aparte de estas cosas no hay nada digno de señalar en la ciudad,
pues la Catedral es muy pobre”; “la Alameda o paseo público situado bajo
la muralla es muy inferior comparada con cualquiera de las que hemos visto
hasta aquí”; “Cartagena, a pesar de su bello enclave, deprime el
espíritu con esa atmósfera indescriptible de monotonía y desolación”. Al
parecer sus informaciones provienen de “un grupo de residentes que subieron
a bordo con ansias de noticias y encantados de variar la monotonía de su existencia
en un lugar tan completamente falto de recursos”. Y lo que le quedó muy
claro, y así lo trasmite, son “detalles” como estos: “a consecuencia de la
tremenda sequÍa no se producían ni frutas ni verduras en la zona”, “la
leche y la mantequilla son desconocidas”; “la dieta se componía
básicamente de pescado”; “los nativos son bastante incultos”…
Espero que los numerosos cruceristas actuales se lleven otra impresión cuando recalen en la ciudad portuaria…
MARTIN HAVERTY (1809–1887)
Periodista e historiador irlandés.
También llega a Cartagena por mar. Su visita a España la cuenta en la
obra, que publicó al año siguiente, titulada Wanderings in Spain in 1843.
De su lectura se deduce que contaba con bastante información previa de la historia
de la ciudad. En cuanto a lo que ha percibido en su visita, cuenta lo mismo que
otros viajeros: elogia la bahía del puerto, sus magníficas defensas, pero
también hace mención al abandono tanto del Arsenal como su Astillero.
Con un guía, veterano de la batalla de Trafalgar, recorre la ciudad de la que
pretende reconocer un aspecto moro en la pequeñez de sus ventanas, profusamente
enrejadas, y en lo bacheado del pavimento de sus viejas callejuelas. Le asombra
“la gran cantidad de magnífico mármol rojo que se utiliza para los mas
extraños y bajos usos en Cartagena: los bordillos de varias calles y gran
cantidad de rudos portales están hechos con grandes bloques de este hermoso
material”.
Presenta una buena información
sobre la situación económica, en cuanto a las minas de plomo y plata, y las
fundiciones que han surgido a lo largo de la costa en la Sierra Almagrera,
bastantes de ellas con capital inglés. Destaca también la abundancia del
esparto en las áridas tierras cartageneras, que se usa para la manufactura de
alfombras o para el cordaje de las embarcaciones.
DORA QUILLINAN (1804–1847)
La británica Dorothy o Dora
Quillinan (de soltera Dora Wordsworth), efectuó un viaje a la
península ibérica buscando mejores aires para su quebrantada salud. A su
regreso, en 1847, poco antes de su fallecimiento, publicó su Journal of a
Few Months’Residence in Portugal, and Glimpses of the South of Spain. En
1845 llegó a Cartagena por mar, en un buque que se dirigía a
Barcelona. Y al igual que los cruceristas actuales, pasó en la ciudad unas
pocas horas (desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde). En sus
impresiones, aunque conoce relatos anteriores, no se concentra en resaltar la
decadencia de la ciudad y su arsenal. Forma parte de un grupo, uno de cuyos
miembros traía una carta de presentación para una autoridad local, lo que les
sirvió para poder entrar en el Arsenal. Destaca su amplitud y sus
elementos arquitectónicos -bóvedas, arcos, pilares,…-, y queda decepcionada por
su escasa actividad: “no hay ni 50 hombres trabajando donde solían trabajar
varios miles”. En cambio les mostraron “un modelo de acorazado, un
juguete, recién acabado y ya dispuesto en su caja” para ser enviado a la
reina Isabel. También visitan el Castillo, “que tan buen aspecto
tenía desde los muelles”, pero nuevamente queda decepcionada al verlo “abandonado
como ruina inútil, abierto a los vientos, libre para que entrase quien quisiera”.
Desde allí “la llanura, en su mayor parte, ofrece una aspecto desértico,
casi tan árida como las colinas que encierran la bahía”.
En la posada les sirven una “magnífica
comida española. Tomamos olla y salpicón y algo que llaman sopa, pero que para
nosotros serían más unos macarrones guisados en caldo corto. Este último plato
me pareció excelente”; “los platos se sucedían uno tras otro”; “postre
y fruta aparecen en la mesa juntos”; “el vino muy bueno”.
Después de comer se sienta en el
balcón, “a la sombra de la persiana de juncos” y contempla el paso de
los transeúntes. Le gustan los maravillosos mantones -de vivos colores, o de
cuadros blancos y negros, otros cruzados por anchas rayas rojas y por finos
hilos dorados, rematados por preciosas borlas grandes, y algunos de un solo
color ricamente bordados-. Se fija en los sombreros “con centros de pan de
azúcar, rematados con bonitos adornos, a veces con borlas de seda de todos los
colores”. Comenta que “se lleva mucho la esparteña, que se ata al pie
con unos hilos trenzados”, y “pantalones blancos, amplios y cortos que
apenas llegan a la rodilla”; “entre los caballeros y los burgueses está muy
extendida la capa con sombrero francés, o andaluz, o cualquier otro tipo de
gorra”.
(continuará)
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