Entraba la primavera tímidamente
por Bocaoria, bañando de oro el basto pedregal que había por el camino desde La
Azohía hasta el Campillo.
Tomas, como todas las mañanas,
temprano, recorría ese sendero acompañado de su mula, muy bien pertrechada con
serones de esparto a ambos lados, un zurrón con almuerzo y una bota de vino. Su
bancal no estaba lejos; uno bien labrado, con higueras, olivos y almendros,
envidia de los lugareños, que en verano daban buena cuenta de los higos. A
Tomás no le molestaba, porque eran tantos los frutos que daban sus árboles, que
hasta le venía bien una ayuda aunque fuera furtiva. En realidad, era una manera
de compartir con los vecinos las riquezas de esta tierra y ellos, en silencio,
acompañaban con la mirada a Tomás cada mañana, a las siete, con su mula Lucera
camino de su bancal.
El cabezo panadero se iluminaba
despacito y el sol arrollaba las laderas cubiertas de atochas. No faltaba mucho
para llegar al bancal, pero Tomás no tenía prisa, se paraba a mirar los
lentiscos. Si oía el canto delator de alguna perdiz, enseguida la localizaba,
se deleitaba observando las amapolas y diferenciaba un bombus de una abeja solo
por el zumbido.
El refrán ese que dice "todo
el monte es orégano", pues... no; hay tomillo, romero, lavanda, hinojo y
un sin fin de plantas que Tomás conocía de toda la vida, porque su abuelo las
usaba como remedios para curar a las cabras, para los resfriados, colitis... El
abuelo de Tomás no iba a la farmacia cuando se ponía malo, iba al monte. Tomás
abrió la cerca y dio paso a la mula que fue directamente al aguadero del pozo,
la alivió de carga y la dejó a sus anchas. Él se enjugó el sudor que le corría
por la nariz y miró a su Lucera, ya vieja como él “¡Cuántos años juntos
haciendo el mismo camino!” masculló a sus adentros y mirando al cielo, le dijo
a su María, que en breve, marcharía con ella. ”Voy a sacar las cabras y a
echarlas un rato al monte” chilló dirigiéndose a su Lucera.
Cogió el zurrón y la bota de vino,
se ciñó el ala del sombrero, le echó mano al bastón de almendro y jaleó a las
cabras para que salieran del corral “¡vamos, cabras!” y ladera arriba, por los
senderos que abren los jabalíes con sus hociqueos nocturnos, caminó sin prisa
pero sin pausa.
Al cabo de un par de horas
consideró oportuno refugiarse del sol y liarse un pitillo, el medio día caía a
plomo y no había sombra ni en los palmitos. Recordó que un poco más arriba
había un saliente en la roca que daba entrada a una cueva a la que nunca había
ido porque su abuelo, desde bien pequeño, le repetía que no se acercara, que
era la boca del infierno y si entrabas ya no salías... Ya tenía unos añitos y
superados los miedos infantiles, así que sería una tontería no aprovechar el
frescor de aquel lugar. Buscó un camino apropiado para no despeñarse y
enseguida vio la gruta que se abría tras unos arbustos. Se acomodó en la
umbría, se lío un cigarrillo, le dio un tiento a su bota fresca y desayunó en
la boca del infierno. Despertó sobresaltado al sentir la ausencia de sonidos.
Todo estaba oscuro. A gatas, palpando el suelo intentaba recordar, ¿qué es
esto? ¿Qué hago aquí? El olor a huevos podridos lo desconcertaba y el barro lo
engullía.
Un balido apenas audible lo
devolvió a la realidad, ¡su cabra! Eso era, la vio adentrarse en la cueva y
cuando corrió a evitarlo, el suelo se desmoronó bajo sus pies y se hizo oscuro.
“¡Suena por allí!” Tomás siguió
el sonido tanteando con manos y pies para no caer en un abismo peor. No buscaba
la salida. Primero había que encontrar la cabra y rogaba a su María, que en
gloria esté, que estuviera bien.
El balido se perdió. Tomás estiró
el cuello y despacio giró la cabeza de un lado a otro a modo de radar hasta
que, en la lejanía, percibió su rastro. “Era por ahí”, sonrió con una mueca
invisible y caminó en esa dirección.
Las paredes de la cueva emanaban
un aliento putrefacto que le impedía respirar con comodidad, estaba agotado,
pero seguía adelante, hasta que, su pie encontró el vacío y cayó de espaldas
sin poderlo evitar. Sus manos eran garras aferradas al barro que no lo
sujetaba, sus piernas en lo alto, su cara congestionada y seguía cayendo. Se le
hizo eterno. Exhausto se dejó llevar hacia su destino, decidió no luchar más.
Su viejo corazón no estaba para estos trotes. Finalmente, paró de golpe sobre
algo blando que estaba clavado en el fondo. Era su cabra hundida hasta el
cuello. Pensó que estaba muerta. La palpó, la acarició cariñosamente y el
animal reaccionó con un leve movimiento. ¡Estaba viva! Tomás la abrazó y lloró.
Se quedó recostado un rato
tomando aire y buscó en su pecho a ese anciano corazón que sin sosiego se le
quería salir por la boca. “¡Dame la mano, Tomás!” Oyó en su oído. “¡Dame la
mano y levántate, ya has descansado bastante!”, “¡María, qué!” No daba crédito.
Levantó un brazo y sintió como una fresca energía lo envolvía y lo ponía en
pie. Tomás se incorporó y en lo negro vio a su María en el huerto, su Lucera,
el pozo. Ella estaba con él. “¡Vámonos de aquí!”, gritó a la nada y la cabra,
agotada le respondió con un balido apenas audible. La tomó con delicadeza y la
puso alrededor de su cuello, respiró una buena cantidad de aire y camino hacia
María que como un pequeño lucero a lo lejos, iluminaba el sendero de atochas de
todas las mañanas, los pájaros, los vecinos... Y sobre una gran roca mojada se
dejó vencer. Su cabra al lado. Sus ojos cerrados. El silencio.
Amanecía y en el muelle de la
Azohía, los marineros de la almadraba se echaban a la mar. El jaleo y las
bromas se mezclaban con la algarabía de un montón de gaviotas excitadas por la
comida fácil..., cada mañana lo mismo, tras el bote de motor como sombras
blancas en lo alto a la espera de un pez desechado. El copo, frente a los
acantilados de la punta, bajo la torre, semejaba una maraña de redes sumergidas
de la que surgían brillos fluidos en plata. Los marineros en la cubierta del
barco grúa iniciaban el levantamiento y entonces, oyeron un balido.
Sorprendidos miraron a las rocas de la costa y vieron una cabra, no tardaron en
descubrir el perfil de Tomás boca abajo cubierto de barro. Yacía quieto. Los
marineros soltaron la chalupa de la popa del barco y sin pérdida de tiempo
llegaron al acantilado, el mar estaba quieto y Tomás ausente.
Algo fresco corría por la cara de
Tomás, era agua. Abrió la boca y la buscó con la lengua embarrada, tragó tierra
y tosió ahogado, lo incorporaron para evitar que se atragantara y fue cuando
abrió los ojos y vio a María alejarse en una luz cegadora que poco a poco se
vistió de nubes, mar y cielo y dejó paso a la erguida torre de Santa Elena que
aún hoy, guarda en sus entrañas el secreto de la boca del infierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se ruega NO COMENTAR COMO "ANÓNIMO"