IR A FRANCIA, A LA VENDIMIA (y II), por "Sienso"
(continuación)
Llegamos a última hora de la
tarde y nada más bajar del autobús dimos una vuelta por el entorno.
El corazón de la enorme finca lo
formaban dos núcleos claramente separados, aunque a muy poca distancia.
Una parte mucho más noble
dominada por una impresionante mansión - o al menos eso nos pareció- donde
vivían los dueños, y a un par de cientos de metros otro pequeño grupo de casas
donde nosotros "viviríamos" del que resaltaba un rudo caserón, de dos
plantas, además de unas cuantas casas donde vivían trabajadores no ya
temporeros como nosotros, sino que lo hacían a más largo plazo.
"Nuestro" Caserón, en
su planta baja, era totalmente diáfano y el mobiliario lo formaban dos enormes
mesas de madera flanqueadas por cuatro largos bancos, dos junto a cada una;
también de madera. En un extremo de la sala había unos grandes pilones para
fregar los cacharros de cocina y un "poyete" grande donde se podían
ver varios hornillos de butano. En el otro extremo se encontraba la escalera
por donde se subía a la segunda planta.
En la parte de afuera había varias pilas para lavar y, muy
cerca, estaba la zona de aseo y otros usos. Allí disponíamos de unas
rudimentarias duchas, pero sin agua caliente.
La primera planta tenía 2 o 3
habitaciones, reservadas para los más mayores y veteranos. Los demás dormían en
espacios que se creaban colgando en unas cuerdas unas especies de sábanas
grandes. Los hombres que íbamos solos dormíamos todos juntos. En total, allí
dormiríamos unas 40 personas.
Había sido un viaje muy largo e
incómodo. Había que cenar cualquier cosa e intentar descansar, antes de
amanecer había que estar subidos en los remolques de los tractores rumbo a los
viñedos. Todo estaba lleno de rocío a esas horas de la mañana y, al ser las
viñas muy altas, a los pocos minutos de empezar, teníamos mojado buena parte
del cuerpo. La primera jornada fue algo dura, pero si hubo algún problema se
solucionó con la colaboración de todos.
Desde el principio quedó claro
que en el grupo primaba un alto grado de colaboración y ayuda. Esto quedó
plenamente demostrado cuando el segundo día se confirmó que una mujer de la
cuadrilla estaba embarazada. La noticia llegó al capataz y rápidamente al
patrón que dictaminó inmediatamente que, en ese estado, la señora no podía
trabajar. Se reunió el grupo y de inmediato, por unanimidad y con el visto
bueno del patrón, se acordó que echaríamos todos 20 minutos más de trabajo al día
y ella cobraría su sueldo de igual manera. La señora se quedaría en el caserón
y, dentro de lo posible colaboraría en la preparación de la comida de todos.
Claro estaba que el patrón no salió perdiendo.
Respecto a la comida y recordando
las escenas vividas en el tren pocas horas después de iniciar el viaje, tengo
que decir con rotundidad que en este grupo no se pasaba hambre. Buena parte del
equipaje estaba compuesto de comida, comida de todo tipo: embutido, queso,
laterío, arroz, legumbres. En algunos casos, cuando se trataba de familias de
varios miembros, llegué a ver hasta varios jamones. Allí era todo bastante más
caro y no se compraba casi nada, sólo el pan y las patatas.
Los franceses solían ser bastante
más altos, comían más carne y queso y bebían más leche. Incluso para trabajar
en el campo vestían ropa específica para ello, nosotros lo hacíamos con ropa
vieja. Yo que pensaba que sabía algo hablar francés, cuando los escuchaba e
intenté hablarlo, me di cuenta de lo equivocado que estaba.
Una tarde, estando en plena
faena, se nos avisó de que muy cerca trabajaba una máquina de vendimiar.
Algunos salimos corriendo hasta
ella para poder verla y poder volver pronto. Era un enorme monstruo con enormes
ruedas que pasaba entre las viñas apaleándolas y dejándolas sin la mayoría de
los racimos, pero también sin buena parte de sus hojas. También estaban los
franceses mucho más adelantados que nosotros en ese tema de la tecnología,
aunque con esta máquina aún les quedaba trabajo.
Por las tardes los hombres solían jugar a las cartas. Las
mujeres, como casi siempre tenían otras cosas que hacer, la cena, por ejemplo.
Los días iban pasando lentamente
con pocas o ninguna novedad. Una de las pocas cosas que podía cambiar era el
tamaño de la cogorza que pillaría ese día el compañero Bartolo. Era un hombre
ya mayor que iba solo. Le gustaba más beber que cocinar y, además nos daban 2 litros
de vino gratis al día por trabajador y al que no lo consumía se los pagaban,
barato pero nos lo pagaba. Pero Bartolo se bebía los 2 l. y quizá lo hubiera
hecho con tres. El resultado era que cuando llegaba la tarde, no podía más y se
quedaba tumbado bajo unas viñas semicubierto por las moscas. Sí, en Francia
también había moscas y muchas. Cuando nos dábamos cuenta íbamos a
"socorrerlo" y a cortar la uva que él no pudo cortar.
Los días pasaban llegó el final y
con él la paga, el recibimiento de los ansiados y valorados billetes de francos
franceses.
Se hacía en la explanada del
caserón que tanto nos impresionó el día de la llegada. También era un día muy
importante para el patrón y nos agasajaba con un pequeño ágape.
Era el final del primer acto, del acto principal.
Los que teníamos interés en hacer
también la segunda vendimia, la que se hacía en las tierras altas de la zona,
30 o 40 días después se apuntaban. Nosotros tres ya nos habíamos apuntado hacía
varios días en una lista que administraba una especie de sindicato. Al día
siguiente, temprano, nos recogía un autobús y después de recorrer bastantes km.
por carreteras de montañas nos iban distribuyendo según habían solicitado los
nuevos pequeños patrones. Sobre media mañana nos dejaron en un pequeño pueblo.
Protegiéndonos del frío, nos parapetamos en la fachada de una casa en la que
daba el sol. Habían pasado casi 3 horas y nuestro patrón no venía a recogernos.
Fue entonces cuando ocurrió lo que, para mí, fue algo extraordinario. Sí, salió
la que resultó ser la dueña de la casa y con un español muy básico y con señas,
nos invitó a pasar para que comiéramos algo. Con las dudas que nos imponía la
timidez aceptamos pasar. Nos invitó a sentarnos junto a una mesa y se dirigió
hacia la cocina. Nos había dejado varios álbumes de fotos donde se reflejaban
numerosas escenas de vendimia. Pasado unos minutos volvió con tres filetes
tremendos de ternera con patatas. Asombrados, cuando dimos buena cuenta de
ellos se sentó con nosotros y dándonos datos de diferentes años, comprobamos,
ella también, que algunos vendimiadores eran de nuestro pueblo y conocidos
nuestros. Fue, en todos los aspectos un tiempo extraordinario, aquella señora
fue para nosotros una especie de ángel.
Aún pasó un buen rato hasta que
vinieron a recogernos nuestros nuevos patrones, un matrimonio bastante mayor.
Después de otro buen rato subidos
en un viejo 2CV llegamos a una aldea de menos de 200 habitantes. Nuestra casa
era un pequeño establo rehabilitado y la ventana de nuestra habitación daba a
un pequeño y semi abandonado cementerio.
En total éramos 6 vendimiadores. Hacía mucho frío y los días se hacían muy largos. Afortunadamente el trabajo solo duró 7 u 8 días. Llegado el momento y después de recibir nuestros ansiados francos, en el autobús que recogía cada mañana a 2 niños en edad escolar que vivían en la aldea, nos bajamos al siguiente pueblo. De allí, en un autobús de línea hasta una ciudad donde por la tarde cogimos el tren y después de otro montón de horas llegamos muy cerca de nuestro pueblo. Dejamos las maletas en consigna y ya solo faltaba, con todo preparado ir al banco a cambiar los ansiados francos por nuestras queridas pesetas.
“¡¡Ostia!! ¡¡No llevo los francos!!”- Dijo uno de mis compañeros.
Sólo fue un susto, estaban
dobladitos en la parte de arriba, casi por donde pasa el cinturón, que llevan
los bolsillos de los vaqueros.
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