IR A FRANCIA, A LA VENDIMIA (I), por "Sienso"
Todos los años por estas fechas
me suelo acordar. Bien por la asociación que me va produciendo el cambio de
temperatura, la proximidad del nuevo curso o porque escucho alguna noticia
sobre el tema me acuerdo de la vendimia.
A primeros de septiembre siempre
se producía el éxodo. Muchos miles de personas procedentes del levante español,
desde Valencia hasta Andalucía incluyendo, como no, a Murcia; marchaban hasta
el Sureste de Francia a trabajar en la vendimia.
Desde pequeño me había llamado la
atención aquel fenómeno o evento. Me hacía muchas preguntas al respecto.
Conocía a mucha gente de mi pueblo que cada año se iba llegado el momento. Pero
quería conocer a otra gente de otros pueblos y provincias; cómo era su aspecto,
sus edades, cómo vestían; qué comían por el camino y cuando llegaban. En
general, quería tener una idea global de todo su periplo. También quería tener
la experiencia del viaje, de ese viaje tan largo, ese viaje a otro país, al
extranjero y con gente de alguna manera especial. Siempre me ha gustado
observar sus ropas, cómo hablan, sus rasgos...
Pero lo que más deseaba era ir
Francia, ver de cerca a los franceses, escuchar su habla, las comidas
francesas, sus casas; incluso su manera de vestir. Me imaginaba otro mundo.
También sentía cierto miedo por
la posible dureza del trabajo que nos esperaba. Pero yo ya era mayorcito y
sabía lo que era realizar trabajos fuertes tanto en el ámbito familiar como a
cuenta ajena o a jornal.
Justo a mediados de los años 70,
casi coincidiendo con un acontecimiento que marcaría un antes y un después en
la historia de España, yo fui uno de aquellos españolitos que, provistos del
pertinente contrato de trabajo y pasaporte, formé parte junto con dos amigos y
paisanos, de aquel contingente. Los tres éramos estudiantes y el dinero que
ganáramos vendría muy bien a nuestras respectivas familias para sufragar los
escasos gastos que ocasionaban nuestras modestas carreras. Los francos
franceses de aquella época eran muy valorados al cambio.
Fue pasando el tiempo y llegó el
día. Aún recuerdo la mezcla de emoción y miedo, sería una gran experiencia,
algo nunca antes vivida, sería un largo viaje y mucho tiempo fuera de casa;
mucho más que nunca antes.
Recuerdo que a primeras horas de
la tarde cuando uno de mis hermanos mayores me llevó junto con mi pesada maleta
a la estación. Nos esperaba uno de aquellos trenes de la época, con asientos de
madera, llamados borregueros.
Una vez llegada la hora y pasados
los minutos correspondientes los aproximadamente 10 vagones que formaban el
convoy empezaron a moverse. Iban tirados por una locomotora de vapor que se
despedía, por donde pasamos dirección al vecino país con una gran columna de
humo.
En la frontera pasaríamos una
simulada aduana y haríamos el obligado trasbordo para superar el diferente
ancho de vías.
Pasadas un par de horas después
del iniciado viaje y producido el mejor acomodamiento posible en las precarias
instalaciones, algunos pasajeros que posiblemente venían de lejos, ya tenían
hambre. Comenzaban a hacerse visibles sus viandas y llevaban a cabo una
merienda/cena.
Comencé a ver cosas que me
impresionaron desde ese momento y hasta el regreso unos cuarenta o cincuenta
días después. Se podía ver algún chorizo o trozo de tocino que se comía con
abundante pan. Pero, en algunos casos, no había ni chorizo ni tocino, se
sustituían por trozos de patata cocida que cortados con la navaja, sustituían
al companaje. Estamos hablando del viaje de ida que se suponía que iban las
alforjas llenas.
¿Qué se comería cuando se llevaran allí dos o tres semanas?
Ya en la estación de destino los
patrones esperaban a sus respectivas cuadrillas que eran identificadas por
alguno de sus obreros que no era la primera ni quizá la segunda, ni la tercera
vez que acudían; algunos de ellos repetían más de 10 veces.
Rara vez un “vendimiante” iba
solo, solían ser matrimonios, algunos recién casados. Pero básicamente eran
familias enteras las que acudían para traer el sustento básico para buena parte
del año.
Frecuentemente con el dinero
obtenido en base a su duro trabajo afrontaban alguna reforma en la casa. Muchas
veces adecentaban el cuarto de baño que ya no estaba en condiciones dignas.
A veces entre los miembros de una
familia solía haber un niño que no pasaba quizá de los 10 años que, de manera
ilegal, siempre que rindiera para el patrón como un adulto, se le pagaba como
tal; ya se encargaban los padres de colocarlos entre ambos y, cuando se quedaba
atrás, echarle una mano.
El ritmo de trabajo lo marcaba la
manijera/o, nadie podía sobrepasarlo/a ni quedarse atrás. Era una norma de
estricto cumplimiento.
Esperaba como un mes y medio muy
duro.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Se ruega NO COMENTAR COMO "ANÓNIMO"