La Hamaca, por Marco A. Santos Brandys
Era una hamaca cualquiera, pero no era "una" hamaca, era
"la" hamaca, "nuestra" hamaca. Y estaba colocada en
la parte trasera de la casa de campo, donde íbamos de vacaciones, los finales
del verano.
Originalmente, estaba trenzada, como los hilos de una red, con
dos bastidores de madera en los extremos, siempre abierta, invitando al
descanso. La utilizada por los marineros, se llama "coy".
Colocada por mi padre, estaba sostenida por las ramas de una
frondosa olivera, la más cercana a la casa, de forma muy cómoda y fácil acceso.
Al estar en la parte posterior, se conseguía en ella, cierta intimidad.
Con el tiempo y al romperse algún nudo de la red, se sustituyó
la misma por una recia lona, mucho más cómoda que la original. Le habíamos
atado una cuerda a una rama y tirando de ella, conseguíamos hacerla mecer,
logrando con su balancín, un efecto adormecedor.
Conseguía soportar los pesos de hasta dos personas, cosa muy
frecuente ya que, tratándose sus usuarios de jóvenes, estaba muy requerida su
utilización.
Las ramas de la olivera, producían una agradable sombra y a la
hora de la siesta, era muy deseada con su permanente balancín. En ella, nos
turnábamos los hermanos con las correspondientes novias -o novios- y cuál
convidado de piedra, habrá oído un sin fin de promesas que, el tiempo, tendrá
confirmado su cumplimiento.
Sobre ella, se hicieron muchas promesas de amor, habrá oído los
suspiros de los amantes, los planes de excursiones por hacer, las respiraciones
de los durmientes, las lecturas de cientos de libros sobre ella leídos mientras
se escuchaban las chicharras cantando en los troncos de la silente olivera, el
vuelo de los abejarucos sobre nuestras cabezas o el cantar de las perdices en
la lejanía.
Por causas desconocidas para mí, un día, la olivera fue talada
de forma tal que, aun manteniendo el tronco, era imposible volver a colocarla
entre sus ramas. Al no poderla colocar donde estaba, se lió y guardó hasta
encontrar un nuevo e idóneo lugar. Y pasó el tiempo...
Pero las circunstancias cambiaron y las personas que sobre ella
descansaron las interminables siestas, algunas no volvieron nunca o
simplemente, desaparecieron para siempre.
No volvió a escuchar nuestra hamaca, las muchas promesas de
amor, ni los suspiros de los amantes, ni los planes de excursiones por hacer,
ni las respiraciones de los durmientes, ni las lecturas de cientos de libros
sobre ella leídos, ni las chicharras cantando en los troncos de la portante y
silente olivera, el vuelo de los abejarucos sobre nuestras cabezas o el cantar
de las perdices en la lejanía.
La finca fue vendida y poco tiempo después, volví a la casa a
hacer un repaso de objetos a rescatar y allí estaba ella... liada en un rincón
de la habitación de mis padres... descansando eternamente del deber cumplido...
y allí la dejé, le eché un último vistazo y me despedí de ella.
No podría ahora, haberle encontrado mejor uso que el que tuvo durante más de 60 años de servicio.
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