GARANTÍA DE FELICIDAD, por José Luis Mozo
En octubre de 2014 lancé a las
librerías mi novela “La Barca del Portugués”, una ucronía sobre
la España que se nos podría venir encima ante la expansión de la inmigración
islámica. Tres meses más tarde, un afamado escritor francés llamado Houellebecq,
intelectual adicto al sexo y al alcohol, lanzaba en París “Soumission”,
con análogo tema. Algunos de mis amigos me instaron –no pienso que en serio– a
que presentara una demanda por plagio. A mí me dio un ataque de risa, porque
nunca creí y sigo sin creer que un celebrado autor, que además escribe en
francés, hubiera tenido conocimiento de mi libro. Las coincidencias pueden
existir. Lo que no suena a broma fueron los ciento cincuenta mil ejemplares que
vendió. Yo vendí bastantes menos. Esto le hace apuntarse la paternidad de la
idea, aunque de hecho no me la robó a mí sino al presidente argelino
Boumèdiéne, que profetizó la “conquista” de Europa en 1974.
François Hollande, presidente de
la república a la sazón, aparece con su nombre propio en el relato, así como
otros: Copé, Bayrou… y, por supuesto, Marine Le Pen. El candidato musulmán es,
claro está, ficticio, así como su partido Hermandad Musulmana, y llega al poder
de una forma un tanto rocambolesca. El crecimiento de Le Pen siembra la alarma
en el mundo político y social. Una conjura entre los partidos para cerrar las puertas
de El Elíseo a Marine termina con un aparentemente moderado islamista al frente
de la república. La consecuencia es que tras él llega la sharía y con ella la
poligamia. Las pizpiretas jóvenes francesas, tan dadas a lucir una atrevida
elegancia y toda la belleza de que dispongan, comienzan a verse por las calles
bastante más tapaditas. La Sorbonne es transformada en una universidad
islámica.
Hace escasos días paseaba yo por
París en lo que se suponía una jornada electoral. Nadie lo hubiera dicho porque
en el ambiente lo que se respiraba por todos sus costados eran olimpiadas. Y,
sin embargo, los resultados hablaron de una alta participación. ¿Es posible que
el miedo haya llevado al elector al sistema más oculto, aunque potencialmente
más manipulable, del correo, dejando a un lado la visible presencia en el
colegio electoral? Sobre eso no soy capaz de pronunciarme, pero es indudable
que el salto de Le Pen causó el efecto que Houellebecq había previsto y llevó a
la conjura. En la segunda vuelta, el bloque de izquierdas ganó las elecciones.
Nuestra izquierda es plañidera y
mesiánica. Su misión es altamente redentorista. Sin ellos no hay redención. Y
como a los redentores –nunca he sabido por qué– hay que crucificarlos, dicen
estar siempre perseguidos. Para ello es imprescindible que exista el diablo; toda
izquierda que se precie necesita perentoriamente una extrema derecha, ya sea
real o inventada. No hace mucho, tras las elecciones europeas, un joven
homosexual español me decía temblando que, si no se paraba el avance de la
extrema derecha, él, como otros muchos, terminarían en campos de exterminio.
Francamente, yo no he visto a esa supuesta derecha demoniaca dar pasos fuera de
la ley, excepto en el caso de la catalana, que, desde que quedó huérfana -¡cuántos
deben estar llorando hoy al honorable Don Jordi!-, camina bastante desorientada
y torpe, dejándose crédito y presencia en alianzas contra natura. Hace ya más
de diez años que Marine Le Pen se empeñó en una campaña de “desmonización” de
su partido, quitándose de en medio para ello a su propio padre. Aquí, ni eso se
intenta.
Quienes deben estar satisfechos de
esa derecha perversa son los manipuladores del miedo. Les es útil y no les va a
causar ningún problema político porque de política no parecen entender gran
cosa. Su patriotismo, sus soflamas, su lealtad a una ética tradicional, en
parte eterna y en parte trasnochada, pueden arrastrar grupos de simpatizantes
pero los arrastran hacia ningún lado. El único objetivo de la política es
alcanzar el poder. Todo lo demás sobra, por muy nobles que sean los principios.
Y eso hay quien lo sabe hacer y lo hace. Lo de la democracia -en palabras de
Gilbert Keith Chesterton “el gobierno de los que no tienen formación”- es
un bonito adorno para que el pueblo crea que gobierna.
Fue el propio Chesterton quien
dijo “cuando el hombre deja de creer en Dios, de inmediato se inventa otros
dioses”. Esta idea, bien filtrada por un cerebro maligno, lúcido y sin escrúpulos,
acompañado por un gran potencial económico, ha parido el proyecto más realmente
perverso de nuestro tiempo. Hasta un siglo atrás, ciencia y religión se
hallaban enfrentadas porque la ciencia, verdadera progenitora del progreso, lo
alcanza con el sacrificio de años de estudio y trabajo, en tanto que la
religión se basa en la fe, don divino inmediato y gratuito. El tribalismo -hoy
nacionalismo, con su pobre sentido de la realidad basado en lo idóneo de lo
inmediato- y las religiones promovieron históricamente las guerras, el cáncer
fundamental de la especie humana. Que más adelante se agravó con las
ideologías, la nueva forma de religión atea. El ateísmo alcanza su cumbre con
el materialismo marxista, la filosofía que defiende que lo único real es lo que
se percibe sensorialmente, algo que los positivistas ya habían adelantado. Pero
la Física moderna va y descubre que la materia, lo que los sentidos perciben,
es sólo una parte minoritaria de la realidad del universo, mientras las
religiones evolucionadas -no el salafismo islamista- aceptan que no se puede
ir, con infalibilidad o sin ella, contra el progreso de la ciencia, el único
auténtico. Y los progresistas, hijos predilectos de las ideologías, pueden
quedarse con el trasero a la luz de la luna si siguen pontificando con lo que
nunca estudiaron.
Así se ha llegado a la más
pérfida de las invenciones: el politeísmo moderno. Dioses a la carta. Elijan a
su gusto: el planeta, la alimentación, el agua, la resiliencia (¿?), la
sostenibilidad (¿?), el clima… Tienen para escoger. O mejor dicho, escojan
todos, y no necesitarán nada más. “No tendréis nada, pero seréis felices”.
La frasecita no necesita comentarios, sólo una cara de acero al tungsteno para
pronunciarla y mucha ignorancia para poderla escuchar. Porque la ciencia es el
antídoto de la ignorancia, pero se cuidarán de que no llegue al pueblo, y quede
bien secuestrada con la judicatura, la información, las instituciones y todo
aquello que puede proteger al pueblo de gobernantes sin formación.
El plan tiene nombre y hasta
fecha: 2030. Por cierto, en ese camino está comprometido acabar con la pobreza,
el hambre y las guerras, entre otras cosas. No se ha dado aún un paso. Esto le
resultaría de una indiferencia supina al protagonista de la obra de
Houellebecq. Su único mundo es él mismo y su problema encontrarle sentido, una
vez que la edad le ha minado intelectual y sexualmente. Tres mujeres y un lugar
estable en una cátedra universitaria le abren una nueva oportunidad de vida.
Algo tiene en común con mis personajes de “La última aspa roja”
–mi última novela, continuación de la primera-. También ellos se han visto
desposeídos de su mundo y buscan sueños y sitios nuevos donde establecerse.
Puede arder París. O seguir apareciendo demonios. No
importa. La felicidad está garantizada.
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