Sabina y el "Miliciano" -cuento- (II), por Eva Sevilla Cervantes
(continuación)
El recovero estaba en la era frente a la iglesia atendiendo a sus muchas clientas cuando un joven se le acercó y le pidió un espejo. El hombre rebuscó en los serones del burro y sacó una pieza de metal, muy pulida, la limpió con el revés de la manga y se lo ofreció al muchacho poniéndoselo en la mano para que lo viera bien. Le encantó, su brillo semejaba el chisporroteo de la sonrisa de Sabina y era menudo como su cuerpo. Matías conocía a Sabina mejor que ella misma, ya se había encargado de indagar por su cuenta. Entonces, besando el espejo se lo apoyó en el corazón. Llévaselo a Sabina, la hija del pescador de la Azohía, de mi parte… de Matías el miliciano. Ella ya sabe -le dijo a Juan. ¡Claro que lo haría! Y añadiría en su relato el entusiasmo que Matías mostraba haciéndole aquel obsequio.
Sabina había subido a la
torre a llevar un odre de aceite, el último de la temporada pasada. Tendrían
que esperar la cosecha de septiembre para conseguir más y estaban en mayo, pero
su madre era muy pesada y se le antojó que era importante. Este tipo de tareas
las hacía su padre. Podían esperar su regreso para cargar estas cosas pero… no,
le tocó a ella. El sendero empinado no le facilitaba la labor. De vez en cuando
paraba y tomaba aliento y aprovechaba para coger unas ramitas de orégano que
olía mirando al mar. Oteó el horizonte en busca del latino de su padre. Frunció
el ceño, no lo veía y el sol ya picaba en lo alto. Lo cierto es que estaba
preocupada. Solo llevaba agua para una jornada y ya eran tres días los que andaba
en el mar. Era demasiado tiempo y sin provisiones. Sería por eso que su madre
con los nervios a flor de piel se dedicaba a poner lamparitas de grasa a todos
los santos que conocía. Si, sería eso.
La madre de Sabina estaba
con Martin, un viejo pescador que malvivía desde que un cabo se soltase del
cabrestante en una levantá de la almadraba y de un latigazo, le abriera la
barriga de lado a lado. Las tripas no llegaron a aflorar y los compañeros, con
camisas y cuerdas que le ataron alrededor evitaron que muriera desangrado.
Desde entonces estaba postrado en la cama. Él ya se sentía cansado pero aquella
vecina, no dejaba de ir cada día. Lo lavaba, le cocinaba y a falta de un
médico, ella era la que luchaba con la infección que poco a poco lo iba
consumiendo. Martin, mi marido lleva tres días de faena –murmuró la mujer.
Sopla levante, lo veo por la ventana –contestó él con gesto serio porque, en su
juventud había escapado del pirata a malas penas. La primavera los empujaba
suavemente hasta la costa del Cabo Tiñoso y Cala Cerrada, se usaba de abrigo
mientras hacían sus bárbaras incursiones en tierra. Coge a tu hija y refugiaros
en la torre hasta que veas llegar a tu marido. No te demores -añadió- yo esperaré pacientemente en la
cama, con mi viejo cuchillo de limpiar pescado. Voy a darle otra utilidad.
Sabina ya había atado el
odre al extremo de la soga que pendía de la polea en lo alto del torreón.
Ahora, agarrándose, tenía que trepar por los nudos hasta el acceso en la
primera planta. Una vez dentro, por la escalera de caracol subió a la terraza y
con la polea izó el pesado odre. Lo dejó apoyado en el muro y volvió a buscar a
su padre en la lejanía. Miró los acantilados por si hubiera rastro de él en las
rompientes, pero no, no lo encontró. Soltó la cuerda hasta las rocas del monte,
”preparada para cualquier cosa” según su madre y cuando se disponía a bajar,
vio una nubecilla de polvo que se levantaba por Bocaoria… Sí, era Juan el
recovero, venía del Campillo. Sabina se apresuró a salir de la torre y por la
falda del cabezo Panadero a todo correr, atajó el camino y en un santiamén
estaba delante del hombre. Agitada lo saludó apremiándole para que le enseñara
las telas de moda, necesitaba un vestido nuevo. Juan la miró con un gesto
picaruelo y le comentó, que alguien le enviaba un regalo. Sabina sabía que su
madre de vez en cuando encargaba botones de nácar para sus camisas y cintas de
colores que le adornaban el pelo; pero Juan, con el tono y la mirada que le
había echado se refería a otra cosa… ¿Qué es Juan? –le insistió Sabina- Tú
sabrás a qué te dedicas cuando vas a por agua al Cañar… dijo Juan con
cierto retintín. La joven se sonrojó y el recuerdo del muchacho en el manantial
la hizo olvidarse del odre y todo lo demás. Bajó la mirada y Juan le dio el
espejito. Ella lo miró y se lo puso en el corazón que latía sin control. Se
llama Matías y es miliciano. -Creo que tiene un interés serio hacia ti-
añadió Juan y Sabina flotó en otra nube dirección a su casa.
La madre de Sabina con un
nudo en la garganta la buscaba en la playa, en las rocas, en el muelle. No
podía perder tiempo. Corrió a su casa y preparó un ato con queso y pan. Le
amarró las patas a la cabra y se la echó al cuello. Cogió la capa roja de su
hija y salió sin cerrar mirando a todas partes por si la joven aparecía.
(continuará)
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