Cumplir 85 años (I), por A. Fernández García
En esta página del número 85 de nuestra revista, y recién cumplidos los 85 años, expreso mi decisión de cesar como coordinador del club de lectura de la Universidad Popular de Mazarrón, lo que aprovecho para mirar atrás en el devenir de mi vida.
Nací el 8 de junio y supongo
que me bautizaron el 13 de junio, día de san Antonio. Me dicen que era un niño
hermoso; pero a los dos años debí estar entre en la vida y la muerte. Según mi
madrina, que sobrevivió a mi madre, ésta no se cansó de buscar médico o
curandero, como Frutos de la Venta. Sobreviví a aquella; pero parecía que no
había catarro o enfermedad que no me pillara.
Oí decir que un médico,
disuadía a mi madre que no me ingresara en el convento de Corias, “El
Escorialín”, -donde un hermano de mi bisabuelo había sido un predicador
dominico eminente-, porque no soportaría la vida conventual. Aguanté comidas
escasas y ayunos, llegando a la anorexia. En las breves vacaciones en que venía
a casa oía decir a mi madre, “tiene las tripas cosidas”.
Consciente de que era el
único de 8 hermanos al que se daba ese privilegio, el promedio de mis
calificaciones oscilaba entre notable alto y sobresaliente; mi sentido de
responsabilidad obtenía el Premio en conducta.
Sobresalía en los estudios
de filosofía. El eminente profesor de lógica me encargó realizar una tesina,
que, eligiendo “los conceptos universales”, supuso para mí un
trabajo de 200 folios en Latín. El eminente no se privó de decirme que esperaba
más; creo que me sobrevaloró.
Unos flemones de muelas
persistentes, de dos semanas, y mal atendidos, sin antibióticos, analgésicos,
prevención de hemorragia … y 8 kms de caminata de retorno al convento fueron el
principio de unos males crónicos de insomnio y gastritis. Un buen compañero,
con estudios de medicina al verme llegar así y contárselo me dijo: “te has
jugado la vida”. Atendía mal; mis compañeros me tenían por místico y por
filósofo.
Mi salud se siguió
debilitando y observé que no sólo me gustaban los libros religiosos, también
los científicos. Se me exime del ayuno y se me hace ir al Sanatorio de
Valdecilla a asistir a unos psicólogos. En mi cabeza están la vida austera y
entregada del Padre Colunga, (del que acaban de imprimir un millón de
ejemplares de su traducción bíblica), de los padres Gerardo y José Álvarez,
misioneros en la selva Amazónica, nuestros ejemplos vivos en el noviciado.
Aquellos psicólogos me abordan con una pregunta y una reflexión. ¿Tienes
realmente vocación? Yo me manifiesto convencido por aquellos ejemplos de
novicio.
Ahí viene su reflexión, que
me quedó grabada de por vida. “creemos que tú deseas ayudar a los demás y
violentas tu naturaleza sometiéndola a una vida monacal”. Me tomé mi tiempo de
reflexión. El cambio era muy brusco. El 23 de marzo de 1963, me faltaba poco
para cumplir los 23 años, salí por la puerta a coger el tren que me llevaría a
Madrid, frente al mundo, tan despistado. Éramos la mayor promoción, más de 70
de futuros frailes; ya meses antes había comentado el Prior: “se nos están
yendo muchos por la puerta grande”.
Ya en Madrid, acogido al
domicilio de mi hermano mayor, pocas semanas después acudí, citado al convento
de Atocha a firmar la dispensa de los votos. Allí me esperaban dos frailes con
los que más contacto había tenido como profesores. Me insistían que me tomara
algún tiempo de reflexión. Pensé que la suerte estaba echada, no cabía marcha
atrás.
Me terminaron enviando la
certificación de los tres cursos de filosofía aprobados con alta calificación.
No sé por qué no llegué hacer uso de ella, tal vez porque empecé a trabajar como
maestro o profesor en una academia en Madrid. ¿Me han servido en la vida? Dios
lo sabe. Mi amigo y compañero Vespertino me ha dicho más de una vez que sí, que
nos deja huella de por vida.
(continuará)
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